Cien razones para amarte XLV
Esta es la cuarenta y cinco entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado
Había una vez una princesa que llegó a ser reina de un reino en el que no nació, junto a un rey caprichoso que la abandonó por lascivia pero que no se atrevió a cortarle la cabeza porque era la sobrina de un emperador. Conversaba en latín con Tomás Moro sobre religión y en griego con Erasmo de Roterdam sobre filosofía, y se casó con dos hermanos haciéndola subir el segundo a un trono del que el primero sólo llegó a hacerla heredera. Entre el Arturo que la dejó viuda y el Enrique que no paró de enviudar, a fuerza de hacha si era necesario, fue embajadora de su tierra de origen en su patria de destino, y nunca se resignó a que le arrebataran por ser mujer lo que habría merecido por derecho si hubiera nacido hombre. Había una vez una princesa que nació en un palacio de Alcalá de Henares y que creció arrullada por el agua de las fuentes de la Alhambra de Granada. Una princesa que por ser hija de los Reyes Católicos tuvo que ser esposa de Enrique VIII y madre de María I de Inglaterra. Sin que nadie le preguntara, sin importar si era o no lo que ella deseaba. Y entre tan famosa parentela, los unos por usar su Fe para lograr sus objetivos, el otro por jugar con ella pensando con la bragueta, y la bloody Mary por utilizarla como excusa para dar rienda suelta a su crueldad, su figura se ha diluido entre la inmensa letanía de actores de la Historia, olvidada entre una maraña de personajes más vocingleros y escandalosos, pero sin duda mucho menos interesantes.
Había una vez una princesa que nació en Alcalá de Henares. Una princesa que en realidad era infanta pues era la menor de todos sus hermanos. Nuestra Infanta Catalina, conocida como de Aragón, aunque más que nada era alcalaína, por mucho que llegara a reina de Inglaterra. Y por ello tiene su calle, en pleno centro histórico, que es dónde de verdad las calles cuentan, y tiene su colegio, que para eso Luis Vives le dedicó su Institutione feminae christianae, en el que afirmaba, jugándosela, allá por el siglo XVI, que las mujeres, al igual que los hombres, tenían derecho a una educación. Y sobre todo tiene su estatua, en el lugar más hermoso en el que se puede colocar una estatua, entre flores, bajo la sombra de árboles centenarios, con el Palacio Arzobispal que la vio nacer a su espalda y frente al antiguo convento de la Madre de Dios, sosteniendo un libro y una rosa, cual pretérita celebrante de leyendas sobre santos estoqueadores de dragones.
Había una vez un noble segundón sin derecho a mayorazgo que eligió los hábitos en lugar de la espada, y que por ser hijo de quien era y sobre todo sobrino de un tal Duque de Lerma llegó a arzobispo de Toledo, lo que le hizo rico y por ello poderoso, y a Inquisidor General, que le hizo todavía más poderoso y por ello aún más rico. Estudiante complutense, tuvo de maestro al humanista Ambrosio de Morales, y algo debió de atender en clase porque su amor por las letras le llevó a ser protector de Quevedo, Góngora, Lope, Fray Luis de León e incluso de Cervantes, quien, podríamos decir que por agradecimiento, aunque en realidad fuera por peloteo, le elogió en el prólogo de la segunda parte del Quijote, la sublime, que la primera la vamos a dejar en tan sólo excelsa
Había una vez un arzobispo que por ser Bernardo quiso fundar un convento con su nombre, dedicado al Santo, faltaría más, que dedicárselo a sí mismo habría sido, por muy arzobispo, inquisidor y Sandoval y Rojas que se sea, pasarse de soberbia y petulancia. Y como el convento era de monjitas pues se le conoce como las Bernardas, y por ende a toda la plaza, que por una vez que la “a” prevalezca pues tampoco pasa nada. Y de arquitecto nada más y nada menos que Juan Gómez de Mora, el del Patio de Santo Tomás de Villanueva y la Plaza Mayor de Madrid, o se hace bien o no se hace, que las rentas de la diócesis de Toledo dan para eso y mucho más. Y si hay que comerse la antigua puerta de Burgos de la muralla e insertarla en el claustro pues tampoco pasa nada, se hace una nueva puerta fuera y la llamamos de San Bernardo, todo queda en casa. Vale que por fuera un poco soso, pero por dentro, ¡la releche!, ¡menuda cúpula ovalada, no encontrarás una más grande en toda España! Para un museo dan todos sus tesoros, pues dicho y hecho, se monta un museo, el de arte religioso, rapidito que hay que ser los primeros, que aquí al lado en el convento de la Madre de Dios quieren abrir uno arqueológico.
Había una vez un presidente de la República que vivió exiliado de su infancia y murió huido de su tierra. De niño jugaba en la plaza de las Bernardas, y ese era el mejor recuerdo que guardaba de una ciudad que le vio venir al mundo pero que olvidó sacar sus plañideras tras su apátrida muerte. Su plaza, la de las Bernardas, su refugio, su castillo de la nostalgia, su vínculo con una Alcalá con la que andaba reñido, con la que compartía rencores escondidos en las entrañas de su alma, pero a la que indudablemente amaba y añoraba, como se ama a aquellos que te duelen cuando no te sientes correspondido. Su plaza de las Bernardas y la sombra de sus árboles, esos árboles por los que lloró al saberlos arrancados de su barro centenario, algunos de ellos frutos de semillas depositadas allí cuando los conventos no tenían cabida en un barrio que siglos atrás era musulmán y en una plaza que en el medievo complutense de las tres culturas se llamaba de la Verdura.
Recuerdos de un domingo por la mañana. Tal vez fuera sábado. Una docena de niños ya cansados de vasijas neolíticas, monedas romanas y espadas visigodas tras vitrinas corta rollo, empiezan a mostrar los primeros síntomas de o nos sacas a la calle o no respondemos de la integridad de ese mosaico. Yo me ocupo papis, con Silvia, que solo no me atrevo. Seguir con la visita, fuera os esperamos, que los pongo en fila y les doy un curso de iniciación a la chiquitología, a ver quien me hace mejor el fristro pecador de la pradera. O la mitad a cada lado, a numerarse y a jugar al pañuelo. Risas, gritos, pájaros cantando, y la estatua de una joven infanta que parece observar inmóvil y feliz un mundo, puso su granito de arena, en el que las niñas ya no quieren ser princesas ni necesitan príncipes que las rescaten. Juraría que la vi sonreír.
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