Una partida de bautismo como excusa, eficiencia eclesiástica como respuesta

Cien razones para amarte XLVI

Esta es la cuarenta y seis entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado

Fotografía realizada por Carolina Delgado

En una ocasión entré en el Palacio Arzobispal. Pero hasta dentro lo que se dice dentro. No asomar la cabeza entre los barrotes de la decimonónica reja belga que lo aísla, junto a su muralla y torreones, del resto de la ciudad. Ni siquiera pasar al patio para ver más de cerca la fachada o para sentar a mi hija en las rodillas de alguno de los Reyes Magos en navidades. Entré hasta dentro. Eso sí, por banales y mundanos motivos burocráticos. Siguiendo órdenes superiores fui a recoger la partida de bautismo de mi mujer, que en ese momento aun no lo era y que para serlo en breves días precisaba necesariamente, boda por la iglesia obliga, de ese documento sacramental. Yo mismo haciéndole el nudo a mi soga. Tras el pago de la tasa correspondiente y en el día y hora acordados la partida de bautismo, viajera vizcaína, pasó a mis manos, momento exacto en el que mi subconsciente traicionó a mis labios que entre dientes murmuraron un ¡maldita eficiencia eclesiástica!, sabedor de que ya no había ninguna traba administrativa que impidiera la celebración de mi casamiento. Sólo me quedaba confiar en que los elementos se pusieran de mi parte, y pardiez que lo hicieron, y con ganas. Como si el cielo hubiese escuchado mis plegarias el día de la boda granizó, vaya si granizó. Pero ni por esas.

Fotografía realizada por Carolina Delgado

Maldita eficiencia eclesiástica. Igual no soy el único, pero cada vez que he tenido que entrar en un ministerio, ayuntamiento o cualquier otra sede administrativa a resolver alguna cuestión burocrática o a solicitar, entregar o rellenar papeleo lo primero que hago, ya lo tengo por costumbre, es perderme. Recorrer todo el edificio desde la primera hasta la última planta hasta dar con la oficina o ventanilla correcta debe de ser un trámite indispensable para conseguir ser atendido. Y eso preguntando. Y lo segundo, por lo visto también formalidad oficinesca inevitable, me paso horas esperando en una sala gris iluminada con fluorescentes parpadeantes y sentado en unas sillas que deberían llevar anunciado en su respaldo el teléfono de un buen fisioterapeuta. Pero en el Palacio Arzobispal no, ni mucho menos, entre usted por esa puerta, todo recto, y al final del pasillo a la derecha…

• Buenos días.
• Buenos días.
• Venía a por una partida de bautismo.
• ¿Nombre?
• Antonio Lera.
• No la encuentro.
• ¡Ah! ¡Claro! Se refería usted al nombre de la persona de la partida de bautismo.
• ¿En serio no me había entendido?
• No. Digo sí. Digo Sonia Tal.
• Aquí la tiene. Es tanto.
• Ahí va, en pesetas. Gracias. Hasta luego.
• Hasta luego. Salga por donde ha entrado.
Fotografía realizada por Carolina Delgado

Y ya está. Ni cinco minutos. Ni dar vueltas perdido, ni horas de espera, ni asientos incómodos, ni fluorescentes parpadeantes. Y ya no digamos un “vuelva usted mañana”. Maldita eficiencia eclesiástica.

La noche anterior soñé, no un sueño cualquiera. Un sueño de los que no se pueden hacer realidad, de los imposibles de cumplir. Pero no importa, porque sólo quería soñarlo, imaginarlo, sentirlo a través de los recuerdos que emanan invisibles e inmortales a pesar del paso de los siglos, a pesar de los incendios y la destrucción. La Historia supurando por las paredes de los edificios que la vieron nacer, como si de grandes matrices de piedra y argamasa se tratasen. Soñé con Fernando IV de Castilla y los embajadores de Jaime II de Aragón repartiéndose el reino de Granada en el Tratado de Alcalá de Henares. Y con las Cortes reunidas por Alfonso XI para darle a toda Castilla unas leyes conjuntas con el Ordenamiento de Alcalá. Oí como los gritos de dolor de Isabel la Católica al dar a luz inundaban las estancias del palacio, como más tarde lo harían los de su hija Juana, aquella que ha pasado tristemente a la Historia como la loca, cuando hubiera sido tan “hermoso” que se la recordara como la loca por amor. Escuché los primeros llantos de una infanta de Castilla que llegaría a ser reina de Inglaterra y los de un infante medio alemán que llegaría a ser emperador. Y vi a un marinero genovés vender su sueño a unos reyes que al principio se hicieron los remolones pero que acabarían comprándolo, mientras un príncipe heredero que nunca llegaría a reinar corría tras las criadas sin mirar bien donde ponía el pie.

Fotografía realizada por Carolina Delgado

Habría sido maravilloso respirarlo todo entre los muros del Palacio Arzobispal. Pero no hubo tiempo. La maldita eficiencia eclesiástica. Apenas me queda el recuerdo del escudo del Cardenal Fonseca levitando sobre mi cabeza al franquear la puerta de medio punto que rompe con maravillosa armonía la fachada renacentista de Alonso de Covarrubias. Todo lo demás es de rejas afuera, acumulado por el paso de los años. De don juanes, conciertos y mercados cervantinos en el Huerto del Obispo, de ferias de cerveza artesanal, fuentes de piedra y estatuas de reinas católicas en la Plaza del Palacio. De buscar la sombra bajo los torreones de la Fuente y de Tenorio mientras mi peque, culo en suelo, escucha fascinada un cuentacuentos o ve entre risas como unas marionetas se muelen a palos. De tratar de evitar que el humo de un cigarrillo me traiga a la memoria aquel cruel incendio que en 1939 devoró patios, puertas, fachadas y legajos. De saber que en un solo lugar encuentro muchas razones para amar Alcalá de Henares, y que no importa que me aleje, porque vaya en la dirección que vaya sólo tendré que dar dos pasos para encontrar una razón más para enamorarme de esta ciudad

Fotografía realizada por Carolina Delgado

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