Cien razones para amarte LXV
Esta es la Sexagésimo quinta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado
Y cuanto más acelero,
Javier Cantero
más calentito me pongo
Recuerdo con mucho cariño y demasiada nostalgia el primer coche que tuve, un Ford Fiesta Pachá Plus blanco. Era de segunda mano, y ni siquiera tenía aire acondicionado, aunque ya contaba con cierre centralizado, elevalunas eléctrico y dirección asistida. Y con radiocasete extraíble, de los que te subías a casa para que no te lo robaran. Y lo más importante, con asientos abatibles, que en aquellos años tener coche ayudaba a la hora de ligar, o al menos daba un poco de ventaja, y en el poder recostarse para charlar, que eso es lo que hacíamos lo juro, y “conocerse” mejor, podía estar la diferencia entre una relación duradera y un si te he visto no me acuerdo. Eran otros tiempos, cargados de testosterona y escasos de sentido común.
De todos los coches que he tenido o tengo, es del único del que recuerdo la matrícula, una matrícula de las de antes, de las que delataban o al menos daban pistas de donde eras, de las de cuidado a dónde vas de viaje que igual te rayan la carrocería o te revientan una luna. Pero sin embargo soy incapaz de recordar cuantos caballos tenía el motor, ni la cilindrada, y ni siquiera estoy seguro de si era de gasolina o diésel. Salta a la vista que nunca he sido un aficionado del mundo del motor. Pero sí permanecen en mi memoria como si hubieran sucedido ayer innumerables momentos que han marcado mi vida y que me han convertido en gran medida en la persona que soy. Viajes inolvidables, de vacaciones y de los de no hay huevos para irnos a Valencia a las dos de la madrugada, y amaneceres de alcoba sobre ruedas que no está el cuerpo como para conducir. Charlas intrascendentes con el copiloto sobre la última jornada de liga y conversaciones de las de necesito un amigo con el que desahogarme que me ha dejado la chica de mi vida. Música a todo volumen con cuatro colgados chapurreando en inglés canciones de Metallica y el suave ronroneo de las baladas de Bon Jovi instigando caricias y besos en un descampado dispensado de farolas. Más de quince años a mi lado, más de doscientos mil kilómetros recorridos juntos, miles de litros de combustible quemado y mucha goma de neumático desgastada.
Pero ya no está conmigo. Lo abandoné a un futuro inevitable de donante de repuestos y carne de chatarra a cambio de la seguridad y comodidad de un coche nuevo que se hacía necesario ante la pronta llegada de un retoño, de los de carne y hueso, a mi vida de marido responsable y sedentario. No correspondí a todo lo que me dio más que con unas pocas lágrimas la tarde aciaga en que entregué sus llaves en el concesionario, justificándome con la imposibilidad económica de mantener dos vehículos. Y ahora, especialmente después de ver una exposición de coches de época del pasado fin de semana en Alcalá de Henares, pienso que si lo hubiera conservado podría presumir de poseer un automóvil clásico, pues ya habría cumplido los 30 años que son necesarios en España para obtener oficialmente dicha categoría.
Eso sí, sentimentalismos aparte, nada que ver con los Ford T, los Packard ni el Rolls Royce anteriores todos al año 1940 que pude contemplar un soleado y caluroso domingo de mayo en la Plaza Cervantes. Deliciosas obras de arte mecánico que por decimoprimera vez recorrieron las calles de Alcalá, rotondas incluidas, para admiración y deleite de curiosos viandantes profanos en materia automovilística o de doctos asistentes buscando el escenario ideal para hacer gala de su erudición. Para aprender, lo mejor pegar la oreja, aunque te suene a chino el número de cilindros, el sistema de inyección o la trasmisión a las cuatro ruedas. No importa, la belleza que el paso del tiempo les otorga a las creaciones del hombre es aliciente sobrado para, abusando de la economicidad de la cámara del móvil, sacar fotos de hasta los más mínimos detalles para compartirlas en el grupo de WhatsApp de los colegas o publicarlas en el Instagram o, en el caso de los más viejunos, en el Facebook.
Para los más rebeldes, las motos. Y en España de motos tenemos una Historia y una tradición como en pocos países del mundo. De diseñarlas, construirlas y conducirlas, pegando la rodilla al suelo en cada curva y pasando los primeros por debajo de una bandera a cuadros blancos y negros. Bultaco, Montesa, Derbi, Ossa, Rieju…numerosas fábricas sacaron y siguen sacando cada año modelos nuevos para disfrute y alegría de viejos y jóvenes imbuidos por el espíritu motero. Casi una religión. Una religión que tiene su templo en Alcalá de Henares, en la antigua fábrica de la GAL, reciente lugar de peregrinación para los amantes del casco de fibra de vidrio y el mono de cuero reforzado, gracias a la inauguración de un museo permanente dedicado al éxito industrial y tecnológico de las motocicletas made in Spain. Y también un poquito, fingidos devotos, para los que miramos con cierta envidia ese espíritu aventurero que siempre se ha ligado al mundo de las dos ruedas. En el nombre de Ángel Nieto, de Champi Herreros y de Ricardo Tormo. Amén.
Una noche de sábado del verano de 1999, en el primer piso en el que viví de recién casado en Alcalá de Henares, en plena zona, un escalofrío acompañado por el sonido de un derrape de ruedas y del inconfundible choque de carrocerías me despertó a altas horas de la madrugada. Al instante lo supe, lo sentí, como se sienten los malos presagios en las entrañas cuando sabes que no has hecho todo lo posible para evitarlos. Me asomé a la ventana y sólo pude ver la estela de un coche rojo que huía a gran velocidad, cobarde perpetrador en mi inmaculado Ford Fiesta Pachá Plus blanco recién pintado de una abolladura y unos rasguños que se registraron en mi mente en una mezcla de dolor y rabia. Cuando lo aparqué la tarde anterior en plena calle Tercia ya barrunté que no era buena idea, y aun así ahí lo dejé, solo ante el peligro. Nunca debiste traerme a Alcalá de Henares, parecía susurrarme mientras trataba de borrarle las marcas de rozadura bermellón a base de líquido engañosamente milagroso. Tal vez tenía razón. Aquí me vendí a nuevas razones para amar la vida, y aunque en los primeros años formó parte de ellas como lo había hecho en mi pasado oriundo, él sabía que ya nunca sería lo mismo, y que con el tiempo esas razones, alguna de ellas más fuerte que mi existencia misma, le llevarían a terminar sus días en un cementerio de coches a las afueras de Alcalá de Henares, convertido en donante de repuestos y carne de chatarra de desguace.
“Pero Doc, ¿has construido una máquina del tiempo con un De Lorean?”
Marty McFly. Regreso al futuro, 1985
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