¿Has probado a pasear por Alcalá a 13 kilómetros por hora?

Cien razones para amarte LXXXVII

Esta es la Octogésima séptima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Para Esperanza

Hay carreras que no es posible ganar.
Aun así, los valientes, tú lo has sido, las pelean.

Es un hermoso día para correr. El sol ilumina la ciudad y el ya añorado calor de una mañana casi primaveral de calendario y prácticamente estival de temperatura ayuda a que el músculo quiera quemar energía, la mente busque olvidar las preocupaciones y el alma sueñe con volar en libertad. Como yo, cientos de corredores. La Plaza Cervantes es un hervidero de mallas ajustadas, zapatillas con cámara de aire y camisetas coloridas de fibra traspirable. Algunos saldrán para ganar. Yo, al trote cochinero, con llegar ya habré ganado. Un cronómetro gigante pende sobre nuestras cabezas en la línea de meta cual espada de Damocles para recordarnos que el tiempo es un juez cruel y poderoso. Pero sé, incluso en ese momento, que es tan relativo como el amor o la amistad. Sólo tiene valor el que aprovechas.

La calle Mayor se convierte en improvisada línea de salida. Siempre salgo el último. Es la única manera de asegurarme de que no voy a perder ningún puesto en la línea de meta. En alguna ocasión, siempre hay alguien más lento, la media anda en uno por cada cien más rápidos, hasta he ganado alguno. Iron Maiden, Metallica y Motörhead se alternan en mis auriculares con Joaquín Sabina para azuzar mi espíritu rockero y canalla y llenar de combustible metalero y poético la tracción inferior de esta máquina perfectamente engrasada y delineada que es mi cuerpo. Pistoletazo de salida. A correr, señores, no se me amontonen y dejen paso, que el dorsal 2807 tiene prisa. Es domingo y pega el solecito, y los amigotes ya me llevarán dos cervezas de ventaja.

El adoquinado de la calle Libreros castiga mis rodillas. Lo hará en una ocasión más en el tramo final de la carrera. En esta primera el resuello todavía me da tregua y me deja ensimismarme con los prunus en flor y la fachada de la iglesia de Santa María. El segundo round, cinco kilómetros más tarde, será una victoria suya, mis ojos sólo verán suelo y chiribitas, aunque mis piernas volarán espoleadas por la fragancia de la gloria, por el aroma de la meta cercana. Dejo atrás los cuatro caños y a lo lejos diviso mi barrio, la ribera del Henares y la cercana silueta de los cerros recortando el cielo. La Juventud, metáfora en forma de plaza, estos cabrones me han metido en la categoría de veteranos, se me escapa a unos metros alegóricos en un giro inesperado a la derecha, y me encuentro de frente con la Locura, literal y figurada, y siento una punzada en el corazón que me obliga a detenerme porque los recuerdos son tan recientes que aún no son siquiera recuerdos, y es tan próxima la ausencia que todavía no hemos tenido tiempo de echarla de menos. Que suene una vez más el teléfono, “¿a dónde vas con mi marido, calvo golfo, ya os habéis escapado a tomar unos vinos?”, que sea un mal sueño que su voz se ha apagado para siempre.


Toca itinerario conventual. Entre Úrsulas y Claras, la Magdalena, que hasta el hijo de un Dios se fue con ella, porque las malas compañías son las mejores. Sabina acariciando mis oídos con la más irreverente de sus canciones, que inapropiado, que inoportuno. A un lado la Plaza de los Irlandeses, dos días antes y te juro que corro con kilt y me encomiendo a San Patricio, y de frente ya menos de la mitad del recorrido, no sé si lo intuyo, lo deseo o lo necesito. Quien me ha visto y quien me ve, a mí que se me quedaba corta una media maratón ahora me revienta una mísera legua. Pereza o aburguesamiento, una de las dos tiene la culpa, que a la cerveza y la panceta se les perdona todo.

Tengo que pasar bajo la Puerta, aunque derroche unas zancadas que no me sobran, pero tengo que pasar bajo mi Puerta. Viniendo de Madrid, entrando de Alcalá, qué más da. No es especialmente hermosa, ni colosal, casi pedestre sin ser vulgar, tal vez por eso me gusta tanto. Besar mis dedos y acariciar con ellos uno de sus arcos. Llámalo superstición, incluso fetichismo. Me reconforta, porque sé que desde ahí la cosa ya está hecha, así ha sido en todas y cada una de las carreras en las que he pasado bajo su sombra, y ya van unas cuantas. Solo o acompañado, con Raúl, Carlos, Txuso o Alberto. Sabía con certeza que iba a llegar a la meta. Atrás quedarán las murallas medievales, las catedrales magistrales, las calles con soportales y las fachadas universitarias. Fugaces a mi retina, porque mis pies en vez de zapatillas calzarán alas y mis piernas en vez de correr volarán. Y ya no pararán hasta la Plaza Cervantes, donde siempre me espera sobre su peana el inmortal Manco de Lepanto para decirme sin palabras que una vez más lo he conseguido. A mí y a los muchos que han llegado por delante y a los pocos que llegarán por detrás.

No es por estar sano. Ni por tener buen tipo, a la vista salta. Lo hago porque lo que siento cuando corro no lo hallo en otros momentos. Al menos no siempre. Es una mezcla de libertad y serenidad, de paz interior y de independencia, de orgullo y de poder. De despertar al animal que llevo dentro o a ese salvaje prehistórico que corría para sobrevivir, para cazar y no ser cazado. Para estar más cerca de la naturaleza, aunque el sendero sea de asfalto y los árboles sean farolas, y para no pensar en nada y en todo al mismo tiempo. Porque gozas de tu soledad, aunque corran cientos a tu lado, y hay un momento en el que estás a punto de entender el sentido de la vida, de encontrar las respuestas al significado del Universo, el número secreto del autoestopista galáctico. Casi, tal vez la próxima. Todo es posible cuando recorres Alcalá a 13 kilómetros por hora.

La verdad, aunque yo siempre iba corriendo,
nunca pensé que eso me llevara a ningún lado.

Forrest Gump


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