Fundido en negro y fin

Cien razones para amarte C

Esta es la centésima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

“Al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver”
Peces de ciudad


Joaquín Sabina

Con cada palabra que tecleo en el ordenador siento la tensión deslizarse a través de las yemas de mis dedos. Recorre mi cuerpo hasta asentarse, parásita e ineludible, en mi garganta, en mi estómago, en mi corazón. Las expectativas superan con mucho mi talento, y el miedo a no estar a la altura nubla mi capacidad para darle un final digno a esta aventura que dura ya más de tres años. Lo mejor, para lo último. Es casi un axioma. Tan difícil de cumplir. En un ejercicio de honesta modestia podría decir que yo lo tengo fácil, que no hay manera de empeorar todo lo anterior. He aquí un reto, será complicado, pero lo voy a intentar.

Los primeros años que viví en Alcalá fueron complicados. Añoraba exasperadamente la ciudad donde pasé la mayor parte de mi vida. Mi casa, mi familia, mis amigos, mis recuerdos. Todos se habían quedado en Coslada. Tenía que empezar de nuevo, a crearlo todo desde cero, una nueva vida y motivos nuevos para disfrutarla. Si por aquel entonces me hubieran preguntado por una razón para amar Alcalá de Henares, sin duda habría dicho que lo mejor de esta ciudad era que estaba sólo a 20 minutos de la que seguía sintiendo como mi hogar. A 20 minutos en coche sin tráfico, a 20 minutos de viaje en tren, a 20 minutos del lugar donde, si no siempre, muy a menudo fui feliz. Porque, parafraseándome a mí mismo, entendía que la felicidad la mayoría de las veces consiste nada más que en estar dónde quieres estar. Y en mi caso, estaba muy pero que muy cerquita de ese lugar. Exactamente a 23,4 kilómetros.

En Coslada pasé mi infancia y juventud. A mis cincuenta y pocos años las cuentas aun marcan que viví más tiempo allí del que llevo en Alcalá, por poco, pero así es. No falta mucho para que la balanza se decante a favor de mi actual morada, aunque en realidad eso no cambiará nada de lo que siento. Que soy cosladeño, pero que Alcalá de Henares es mi hogar. Y que no se trata de una pelea, ¿para qué elegir entre una y otra?, ese doble amor puede convivir perfectamente. Tengo espacio de sobra en mi corazón para las dos. Después de todo sólo están a 23,4 kilómetros de distancia, 20 minutos en coche sin tráfico.

Es cierto lo que dicen que volvemos a revivir nuestra vida en la de nuestros hijos. El primer día que llevé a Iratxe al colegio Cervantes, con tres años recién cumplidos, recordé como si la acabara de vivir mi época de colegial. El Torres Quevedo. Un colegio que inauguró mi generación, al que incluso tuvimos que esperar durante seis meses alojados en unas aulas prefabricadas en otro centro cercano. Un colegio enorme, digno de una ciudad dormitorio en crecimiento en la época del baby boom. Con numerosas aulas, salón de actos, gimnasio, comedor, canchas de fútbol y baloncesto y un patio lo suficientemente grande como para no despistarse cuando se acababa la hora del recreo, porque como te pillara en la otra punta te arriesgabas a llegar tarde a clase con las consecuencias disciplinarias que ello conllevaba. Una nota para los papis, eso sí, fácilmente falsificable, entonces no había teléfonos móviles a los que chivarse vía SMS.

Los amigos de la infancia. Si he de ser sincero, no he mantenido el contacto con ninguno de ellos con el paso de los años. Ojalá a mi hija no le ocurra lo mismo, sería muy triste que el paso del tiempo enterrara bajo el manto del olvido a toda la gente maravillosa que ha formado parte de su vida, de nuestras vidas, hasta ahora. Ella tiene más fácil evitar que ocurra, nosotros dependíamos para citarnos, según las distancias, del telefonillo, del teléfono fijo o incluso del correo postal. Y lo conseguíamos, lo que demuestra que querer es poder. Y si en realidad quisiéramos, siempre nos queda el recurso del Facebook, cosas de viejos, podríamos retomar el contacto. Pero en el fondo nos da miedo, a todos nos dolería en nuestro orgullo descubrir que no has tenido en los demás el mismo impacto que ellos han tenido en ti. Riesgos emocionales los justos.

A algunos de esos amigos no ya del siglo, del milenio pasado, los recuerdo con un cariño especial, porque tuvieron una gran influencia en esa etapa de mi vida, y sin duda dejaron una huella que marcó el sendero que me llevó a ser la persona que soy ahora. Rubén, que me enseñó a ser colchonero, a jugar al baloncesto y a amar la música. Mi primo Eladio, con nuestras interminables tardes de fútbol y un par de hermanas como novias. Mi vecina Yoli, mi primer amor. El primer amor siempre es la vecina de abajo. Hugo, un hijo de padres chilenos exiliados con el que pasaba los sábados por la mañana en su casa viendo La bola de cristal mientras mi madre trabajaba en una panadería que había puesto en la Plaza de Uruguay. Y mi hermano Miguel, con esos dos años y medio de diferencia que hacían que quisieras apartarlo cuando presumías de ser mayor para hacerte el chulito delante de las chicas. Y todos los demás, con los que los domingos me ponía de barro hasta las cejas haciendo presas en el parque Salvador Allende. Bronca segura al llegar a casa, que entonces en el armario apenas colgaban un par de pantalones para mudarse, y si no había tocado colada igual los tenías todos en el cesto de la ropa sucia.

En ese mundo tan amplio y pequeño a la vez, donde te mandaban al colegio que estaba más cerca de tu casa y no al que elegían tus padres porque les viniera mejor a los abuelos para llevarte y recogerte, los amigos de la escuela y del barrio eran prácticamente los mismos. Es curioso que sin tener redes sociales conocía a todos lo que vivían en las seis torres que rodeaban la plaza en la que me pasaba la mayoría de las tardes jugando a la pelota o al rescate, bocadillo de chorizo de pamplona en mano, y ahora, sin embargo, es triste, soy incapaz de recordar el nombre de tres de mis vecinos. Aquella manzana tan americana, entre las calles de México, del Perú y de Colombia, esta última mi calle, la de la casa, todavía, de mi madre. En cualquier caso, ni de lejos podría decir que mi infancia fue más feliz que la de mi hija, y tampoco en realidad tan diferente. A pesar de los 23,4 kilómetros de distancia y, sobre todo, los 30 años de diferencia. Ambos jugamos, reímos, lloramos, aprendimos, hicimos amigos, perdimos algunos, crecimos y, paso inevitable, fuimos esclavos de las hormonas.

Los años de juventud. ¿En serio me volvía yo a veces tan insoportable? Seguramente sí, puede que incluso más. Nadie nos comprende a los jóvenes, nos obligan a vivir en un mundo hecho por adultos que no nos gusta. Por qué esa chica no me hace caso y qué mierda son estos granos que me salen en la cara. Me veo gordo, me veo feo, no me veo. Un poco exagerado, ¿no? Me recuerdo junto a Paco y a David Llorente tomándonos juntos nuestra primera cerveza, a base de litrona, en la misma plaza donde mi madre tuvo la panadería, con casco retornable por quince pesetas en la bodega, y a las chicas top del insti llamándonos soeces por echarlas un piropo con el que hubieran echado miraditas coquetas si hubiese salido de la boca de los niños bien con zapatillas de marca. Recuerdo mi primer beso y lo cerca que estuve de tocar un pecho, y a mi primera novia de verdad, Ana, la cuñada de mi primo, estando ya en COU, en el María Moliner, donde dimos, exitazo de los injustamente olvidados Quinta Esencia, un concierto para celebrar su décimo aniversario. Recuerdo a Nano y a Javi, y les sigo recordando, amigos todavía y compañeros de correrías por aquel entonces habituales y ahora bastante más que esporádicas y casi siempre al amparo de la Peña del Athletic Club de Koslada, y al resto de la panda, siempre vestidos de negro, con colgantes de plata y pañuelos en la cabeza, fanáticos seguidores de Los Héroes del Silencio.

Y recuerdo nuestras escapadas a Alcalá a altas horas de la noche para seguir con la fiesta. Y la selectividad, y el flechazo. Y como empecé a enamorarme de esta ciudad a la que he dedicado noventa y nueve razones para amarla, que son más de las que creía poder encontrar, pero, ahora lo sé, menos de las que merece. Me ha dado mucho más de lo que nunca podré devolverle. Porque al final sí, lo logré, encontré mi nueva vida, mi casa, mi familia, mis amigos y mis recuerdos. Encontré una vez más, aunque me tachéis de pretencioso, la felicidad. A tan solo 23,4 kilómetros de la que fue mi casa, en Alcalá de Henares, mi nuevo hogar. Permíteme a estas alturas tutearte. Si hubiese crecido en un pueblo de Palencia, seguramente no te habría conocido. Así que consiénteme un pequeño desvarío, deja que esta última razón para amarte se la dedique a otra ciudad. Gracias Coslada, por estar tan cerca. Gracias por presentarnos.

¿Veis como sí es posible empeorar todo lo anterior? Reto conseguido. Es hora de despedirse. Ahora que esto empezaba a ponerse divertido. Hasta siempre.

“Qué suerte tengo de tener algo que me obligue a decir adiós”

Carol Sobieski

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