Nunca tendrás amigos como los que hagas en Alcalá de Henares. Parte I

Cien razones para amarte LXVI

Esta es la Sexagésimo sexta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.


Para Ángela.

Sé tú misma y el mundo se rendirá a tus pies

Los primeros años me sentía solo. No lo estaba, ni mucho menos, pero echaba de menos a mis amigos de toda la vida, los de Koslada, con los que crecí y compartí mis años de juventud, insensatez y revelaciones vitales. Los de los primeros amores y las primeras copas de más, de las broncas en casa por con quien andas hasta estas horas de la madrugada y alguna que otra pelea en la que no llegó la sangre al río, los del desparrame de fin de semana en Benidorm y los partidillos de fútbol los domingos antes del vermut. Los que crees que van a durar para siempre, pero a los que el tiempo y la distancia aleja y convierte en ocasionales alusiones de nostálgicos coloquios anecdotarios. Salvo alguna excepción, con mi Nano hasta el fin del mundo, que no hay trecho interestelar ni era glaciar que me la separe o enfríe. A la amistad, me refiero. Lo de los demás es ley de vida, y es una ley justa.

Hice amigos en Alcalá. En realidad, ya los tenía de la Universidad. Y por la mayoría de ellos también pasó el velo del olvido cuando las nuevas realidades familiares nos llevaron a tener prioridades diferentes a la hora de entender en que momento de nuestras vidas nos encontrábamos. Crear una familia, tener hijos, adiós a relacionarse con otros adultos salvo en la consulta del pediatra, la puerta del colegio o las fiestas infantiles de cumpleaños. El infierno es un parque de bolas, y yo he estado allí, ya no le temo a nada. Creí que jamás volvería a tener amigos, amigos propios, no los otros papás con los que las conversaciones se limitaban a la mejor marca de pañales, nuestros dibujos animados favoritos o lo que crecen estos mamones que ya no les valen los zapatos que les compramos el mes pasado. Pero estaba equivocado, lo cual conociendo mi trayectoria no debería haberme resultado extraño. Estaba equivocado porque sí hice amigos nuevos, amigos que ya son viejos, que parece que lo fueran de toda la vida. Y así es. No de nuestras vidas, pero sí de las vidas de nuestras hijas.

Recuerdo que un día, cuando nuestra hija Iratxe todavía dependía de un cochecito para disfrutar de una movilidad digna de ser considerada como tal, Sonia me dijo que sus padres, mis suegros, que no puedo creerme que suerte la mía de tenerlos viviendo casi al lado, tenían unos vecinos nuevos que eran súper majos y que atesoraban una bebé, porque eso es lo que eres Ángela, un tesoro, apenas un mes mayor que la nuestra. Se llaman Jaime y Nieves, y hemos dicho de quedar para que las peques jueguen juntas. Yo, que nunca he sido muy sociable, y por aquel entonces menos todavía, solté un pues vale, que en realidad significaba a mí que coño me importa. Ese falso cinismo incongruente del que tanto me vanaglorio, el futuro se empeña una y otra vez en quitarme la razón. Porque ella estaba en lo cierto, eran súper majos. Lo siguen siendo, al menos uno de los dos. Y así, como quien no quiere la cosa, me vi los jueves por la tarde sentado en la moqueta creo recordar que naranja de una clase de música para bebés con mi nuevo colega parental al lado mientras nuestras tiernas criaturas se dedicaban durante una hora a golpear panderetas, tambores y triángulos o a agitar maracas con escaso o nulo sentido rítmico. Y nos cobraban por ello. Nuevos métodos pedagógicos, interactuar con el medio y expresarse con los sonidos y bla, bla, bla. Visto con perspectiva temporal, a veces los padres somos un poco gilipollas.

Ahí empezó todo. Y cuando digo todo me refiero a esa amistad tan especial y única, con sus altibajos y momentos de crisis, como tiene que ser para ser real, que une a Ángela e Iratxe desde que apenas balbuceaban unas palabras ininteligibles con las que ellas parecían entenderse y acababan de morros en el suelo cada vez que intentaban dar tres pasos seguidos. Hasta hoy, casi dieciocho años después. Casi dieciocho años de colegio e instituto y de maestros inolvidables y profesores olvidados, de fiestas de disfraces y de excursiones escolares con algunas “pellas” incluidas, de Caillou, Pocoyó y los Teletubbies y de conciertos de Cantajuegos en la plaza de toros, de soplar velas de tarta en progresión aritmética y de escapadas familiares de fin de semana, de peleas por cosas de crías y ahora no juego contigo y de yo te ayudo a subir al árbol que sé que te cuesta porque tienes el brazo malito, de academias de baile y de talleres de teatro, de tardes de pádel en el polideportivo y domingos de juegos de mesa en Agua de Mayo, de cabalgatas de Reyes Magos y de tren de la bruja en las ferias de agosto. De lágrimas por un desengaño amoroso y de abrazos por, no sé, ¿hace falta algún motivo?

Siento algo de envidia. Envidia no porque yo no tuviera un amigo así cuando era un niño y un adolescente. Lo tuve, algo parecido al menos, quizá no tan a lo grande. Se llamaba Rubén y era mi vecino. Era un año mayor que yo y nunca coincidimos en clase, aunque fuimos al mismo colegio e instituto. Por él me hice del Atleti y empecé a jugar al baloncesto. Compartimos clases de solfeo y llegamos a tener un grupo de música juntos, Quinta Esencia, del que sacamos muchas risas y algún concierto en Koslada que nos dio cierta notoriedad, poco explotada, entre las chicas. Cuando la Universidad y el amor se cruzaron en nuestros respectivos caminos nuestras vidas se fueron distanciando hasta quedar tan sólo en hermosos recuerdos y en algún ocasional me gusta en el Facebook. Siento algo de envidia, pero sobre todo alegría, porque sé que a Ángela y a Iratxe no les va a pasar lo mismo. Estoy seguro, y es que, a pesar de que ahora sus caminos se van a separar, lo que tienen es tan especial que se acerca a eso que los poetas y los filósofos llaman eterno. Una amistad verdadera, de las que no entienden de tiempos y distancias. De las que sólo aparecen en las grandes novelas y películas. Mis Thelma y Louis con final feliz. Mis Tom Sawyer y Huckleberry Finn del río Henares. Mis Rick Blaine y capitán Renault y el principio sin final de una hermosa amistad en Alcalá en lugar de en Casablanca.

“Nunca tuve unos amigos como los que tuve cuando tenía doce años.”

Gordie Lachance. Cuenta conmigo, 1986