El arte debería vivir en la calle

Cien razones para amarte LXXV

Esta es la Septuagésimo quinta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado

“Acosar, poner trampas a ese espacio, dejarlo libre y fluido,

tal es la razón misma de la obra”.

Eduardo Chillida

Cuando era joven si eras ciudadano español entrar a los museos nacionales era gratis. Y cuando hablo de los museos nacionales me refiero básicamente al Museo del Prado. Había, y hay, más, muchos y muy buenos, pero vivían olvidados bajo la alargada sombra del edificio Villanueva, hogar de las obras inmortales de Goya, Velázquez, Rubens, Tiziano y demás genios universales de la pintura figurativa. Pero entonces España fue admitida en el seno de la Unión Europea y por lógica recíproca todos los ciudadanos comunitarios teníamos los mismos derechos en cualquier territorio perteneciente a la alianza del viejo continente, por lo que, si un español no pagaba, pues tampoco tenía porqué hacerlo un francés, un inglés o un alemán. Y podría, la ocasión la pintan calva, pero no voy a contar un chiste de a ver quién salta primero del avión. Total, que si los turistas no pasan por caja pues un fiasco para las arcas del Ministerio de Cultura. Solución, convertir el derecho en obligación, a partir de ese momento pagamos todos.

Tampoco es que sea un drama. En realidad, parado frente a Las Meninas o La Maja desnuda la mayoría de las conversaciones que escuchabas a tu alrededor no eran precisamente en castellano. Así que, en el fondo tristemente, no ha sido algo que haya afectado económicamente a muchos compatriotas. Somos más de caña y terraza que de cuadro y exposición, a no ser que esta sea de coches y esté acompañada de vino gratis con aperitivo de acompañamiento.

Solución. Sacar el arte a la calle. Convertir las esculturas en mobiliario urbano. Que la pintura llene de colores las paredes de los edificios, que el Canon de Pachelbel retumbe en las calles a fuerza de violín y violoncello y que en las plazas Romeo y Julieta se declaren su amor eterno a la sombra de una oficina de correos. Trasformar lo culto en cotidiano, sin esnobismo, vaciándolo de pretenciosidad, que viva el populacho y su forma terrenal de ver el mundo, a base de tacto, olores y sabores, pura sensación, más piel y menos neurona. Museos y cultura al aire libre. No es ninguna utopía, se puede hacer. En Alcalá, como en otros muchos sitios, ya se ha hecho.

Se está haciendo. Con Alcalá Suena, con el Don Juan Tenorio y con, tal vez más ignorado por menos estridente, el Museo de esculturas al aire libre. Porque en Alcalá tenemos un museo de esculturas al aire libre. Y no uno cualquiera. Parece ser que el más grande de Europa, o el más largo al menos, aunque como todo el mundo sabe el tamaño no importa. Desde el recinto amurallado hasta la calle Caballería Española nada más y nada menos, casi dos kilómetros, un paseíto relajado bajo el añorado sol de un mediodía invernal, la suave brisa de un atardecer primaveral, el deseado frescor de una noche de verano o el romántico color de una mañana otoñal. Solo, o mejor aún, bien acompañado. Cualquier momento puede ser bueno, incluso bajo ese leve lloviznar que tamiza la realidad dándole esa belleza un poco irreal que impregna de ternura y nostalgia el corazón.

El año 1991 se inició de la mano del escultor José Noja la creación del museo, siendo finalmente inaugurado el 24 de agosto de 1993. Más de cincuenta obras de otros tantos artistas viven a la intemperie del cielo alcalaíno mendigando en ocasiones, como si de vagabundos pidiendo limosna se tratase, las miradas extraviadas de vecinos y de visitantes más interesados los primeros en no llegar tarde a la cita con el dentista y los segundos en visitar la casa Cervantes o hacerse un selfi frente a la fachada de la Universidad. Grandes artistas de reconocido prestigio internacional como Úrculo, Pablo Serrano o José Lamiel decoran con sus obras nuestras calles, aunque muy pocos sabrían reconocerlas si no se acercaran lo suficiente para leer el cartel delator de su autoría. Ante el Quijote de más de trece metros de altura del escultor mexicano Sebastián que se erige majestuoso en la rotonda de San Isidro sí nos detenemos todos. Tamaño impone, y coño, que es nuestro Don Quijote, salta a la vista, por muy abstracta que sea la obra.

Pero yo me quedo con el monumento a los Aguadores, o la fuente del burro, vulgo dixit. Tal vez por cercanía, quizá por cotidianeidad, sin duda porque su presencia me da la tranquilidad de saber dónde estoy, a dónde voy, y de dónde vengo. En realidad, no forma parte del museo, pero es obra de su creador, José Noja. Personaje de vida quijotesca, no es extraño que gran parte de su legado more en las calles y plazas de Alcalá de Henares en forma de fundación o de esculturas propias como el monumento a las tres culturas o el del parque del antiguo depósito de Sementales. Onubense de nacimiento, en su juventud fue piloto de aviación civil y jugador de fútbol nada más y nada menos que del Ajax de Ámsterdam, unos años antes de que Johan Cruijff y los suyos inventaran el fútbol total. Pero su pasión por la escultura le llevó a estudiar en la Famous Arts School of California, donde inició su producción artística. Y gracias a ello hoy en día, al igual que en Aracena, Cáceres o Santurtzi, podemos permitirnos el lujo de pasar de largo o mirando como mucho de reojo por un fantástico museo de esculturas al aire libre. Son las cosas que tiene la sociedad del bienestar.

Fotografía Carolina Delgado

La primera vez que me quedé fascinado al ver una escultura al aire libre fue cuando me topé de frente con La sirena varada de Eduardo Chillida en el Paseo de la Castellana de Madrid. Era apenas un crío, pero me impactó. No tenía nada que ver con reyes montados a caballo, con políticos novecentistas sosteniendo libros, dioses clásicos armados con tenedores o pintores del siglo de oro pincel en mano ejerciendo de centro de atención de plazas, rotondas y parques. Esto era algo totalmente diferente, no estaba ahí para que me centrara sólo en ella e ignorara el resto del entorno. Ni tenía que preguntarme quien era ese señor ni en que época había vivido. Formaba parte del espacio, se integraba, con el puente del que colgaba dando la sensación de que en realidad lo sostenía. Podía tocarla, sentir el frescor del hormigón armado, su dureza, su eternidad. No voy a decir que cada vez que paso junto a alguna de las obras del museo de esculturas al aire libre de Alcalá sienta lo mismo, pero se acerca, o al menos me lo recuerda. Y yo, que soy mucho de neurona, a veces necesito ser de piel, de sensaciones, revolcarme en lo cotidiano y sentir el cuerpo a cuerpo de la vida. Y eso no siempre se encuentra entre las a veces asfixiantes y pulcras paredes de un museo, un teatro o una sala de conciertos. Eso está en la calle, y en Alcalá de Henares, mi ciudad, lo encuentro como en muy poquitos otros lugares. Como para no amarla.

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