A una rosa y un clavel, a la paloma y el laurel …

Cien razones para amarte LXXI

Esta es la Septuagésimo primera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.


“probé que murallas se quiebran con suspiros
y que hay puertas al mar que se abren con palabras”.

Rafael Alberti

Abre la muralla. Que siete sacerdotes toquen sus trompetas para que caigan los muros de Jericó y un pueblo errante llegue a su tierra prometida. Que los baluartes de Constantinopla sean abatidos por los turcos dando paso al nacimiento de una nueva edad. Que el pueblo derribe el muro de Berlín piedra a piedra hasta que sólo sea un recuerdo de la estupidez humana. Pero las murallas de Alcalá no, dejadlas en pie, basta con abrirlas. Bajad su puente levadizo imaginario y dejad vía libre sobre el foso alegórico de nuestro desconocimiento del pasado. Un pasado medieval enmarcado entre mosaicos romanos y universidades renacentistas y postergado al baúl de la indiferencia. Basta con abrirlas. Aunque luego nadie las visite.

Fotografía de Carolina Delgado
Fotografía de Carolina Delgado

En realidad, para quien no lo sepa, están abiertas. No todos los días, cierto, y con un horario poco asequible. Entre diario, sólo de mañana. No tiene mucho sentido cuando la mayoría de la gente lo que tiene libre son las tardes. Es como si hubiesen aceptado una derrota de salida asumiendo que las únicas visitas que iban a recibir serían las organizadas para grupos de escolares en comitiva de tediosa excursión cultural, al menos hoy nos saltamos las clases, o las de algún turista despistado y fisgón de paseo dominguero por la calle del Cardenal de Sandoval y Rojas. Este último fue nuestro caso. No porque no estuvieran entre los futuros objetivos de una de mis razones para amar Alcalá de Henares, sino porque tenía la errónea certeza de que si no era con cita previa no sería posible visitarlas. De camino para fotografiar el Museo de Escultura al Aire Libre, junto a Carol, mi reportera gráfica para estos menesteres, al pasar por la entrada preguntamos y la respuesta fue concisa y gratificante: “no es necesario, podéis pasar, la entrada es gratuita”. Y así fue como un domingo por la mañana pudimos acceder sin tenerlo previsto al recinto amurallado medieval de Alcalá de Henares.

Bueno, de Alcalá de Henares no. Hablando con propiedad accedimos al recinto amurallado del Burgo de Santiuste, o lo que es lo mismo, de San Justo. Así se llamó hasta que en el siglo XIV obtuvo su actual y definitiva denominación. Los musulmanes, por motivos defensivos, durante su dominio de Alcalá prefirieron asentarse al otro lado del río, en los alrededores del cerro del Ecce Homo. Nació de esta manera Alkal´a Nahar, Alcalá la Vieja, detrás de cuyas murallas, de las que todavía podemos encontrar algún vestigio en el parque de los Cerros, se concentró su población. Los mozárabes, cristianos que vivían en tierras bajo dominio musulmán, se instalaron en lo que por entonces eran las afueras de la ciudad, el Campus Laudabilis, que con la posterior reconquista por parte del arzobispo de Toledo Bernardo de Sedirac, se convertiría en lo que hoy en día es el casco histórico. Algo más de un siglo después, el también arzobispo de Toledo Ximénex de Rada, comenzó la construcción de la primera muralla medieval, con sus siete puertas, entre las que ya se encontraba la cinéfila Puerta de Madrid, aunque no sea la original de la que disfrutamos actualmente, y la de Burgos, posteriormente encerrada dentro del monasterio cisterciense de San Bernardo y sustituida en 1618 por el Arco de San Bernardo, mandado construir por el Cardenal Sandoval. Es entonces cuando se levantaron las primeras casas que posteriormente darían lugar al Palacio Arzobispal. Pasó otro siglo, y el arzobispo Tenorio amplió el recinto amurallado con sus 22 torres, de las que aún se conservan 16, en tres de las cuales insertó su escudo. Todo alcalaíno que se precie se ha sentado alguna vez en la plaza de las Bernardas a la sombra del Torreón del Tenorio. Y de siglo en siglo, ahora le tocó el turno al arzobispo Alonso Carrillo. Por si alguien no se había dado cuenta, Alcalá tras la reconquista quedó bajo la jurisdicción del primado de España. La ampliación definitiva. Más terreno intramuros, plaza Cervantes y calles Libreros y Colegios incluidas, más puertas, como las que había en las actuales fuentes de Aguadores y de Cuatro Caños, y a sumar torreones, desde 39 en total se podían otear los alrededores de la villa desde sus almenas.

Fotografía de Carolina Delgado

Y hasta aquí, pido sinceras disculpas, la clase de Historia. A groso modo y muy por encima. Para saber más recúrrase a internet o, si eres un romántico, a la biblioteca más cercana. Carol y yo nos habíamos quedado en un “podéis pasar, la entrada es gratuita”, justo en la puerta de la torre XIV. Nuestra única compañía las cigüeñas, que en la distancia apaciguaban su sed fruto de una mañana calurosa de junio bebiendo agua de un charco, vestigio húmedo de las últimas lluvias, que ocupaba gran parte de la Huerta del Obispo. Columnas derruidas, esculturas de mitológicos grifos, capiteles descoloridos, restos arqueológicos del antiguo Palacio Arzobispal, piedra fría maltratada por el tiempo y las llamas. Un museo al aire libre que nos recibió antes de hacer lo que en realidad habíamos ido a hacer: subir a las torres XIV, XV y XVI y recorrer los trozos de muralla que las unen. Admirar las vistas. Contemplar desde un lugar privilegiado el campanario de la Catedral Magistral y el resto del recinto amurallado que se extiende hacia el oeste y el norte, desde dentro, no desde fuera, como tantas y tantas veces ojeamos indiferentes todos los alcalaínos al entrar en la ciudad en coche por la Vía Complutense.

Saborear la luz brillando sobre los tejados, el cielo azul invitando al paseo por el parque y los árboles orgullosos tiñendo de verde las calles. Sin prisa, viviendo el momento. Hasta que la promesa de una cerveza bien fresquita sentados en una terraza de la Calle Mayor se nos hace tan apetecible que decidimos bajar de nuestras solitarias atalayas e ir en busca del maná dorado y espumoso. Abajo un anciano explica a sus nietos, sin mucho criterio, que es lo que están visitando. No importa, ellos atienden con la boca abierta y con los ojos como platos, haciendo preguntas sin sentido que reciben respuestas insensatas. A esa edad para un niño lo que dicen sus abuelos son verdades como puños por mucho que aderecen sus relatos con magia y fantasía. Y así es como debe ser. Me hace ilusión que no seamos los únicos dentro del recinto, aunque sigamos siendo insuficientes. Es triste. Tan fácil, tan cerca, tan hermoso. Tan solitario. Tan olvidado. Y tal vez por todo ello, lo bueno y lo mejorable, para mí una razón más para amar Alcalá. Ojalá llegue a serlo de muchos más alcalaínos.

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