La vuelta al cole

Cien razones para amarte XXI

Esta es la vigésimo primera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Hay 2 clases de niños: los que están deseando volver al cole después de las vacaciones y los que no. No voy a desvelar en que grupo me encontraba yo. Ni voy a entrar en demasiado detalle en las razones erróneas por las que los que añoraban el comienzo de las clases estaban equivocados. Básicamente los motivos eran ver de nuevo a los amigos, los juegos en el recreo, las actividades extraescolares… incluso alguno las ganas de aprender, que de todo tiene que haber. Los nervios de ese primer día eran perfectamente palpables en las filas que se alineaban por cursos en las puertas de los colegios antes de que sonara el temible timbre que daba la orden, cual corneta anunciando el principio de la batalla, de entrar de manera utópicamente ordenada a las aulas. Y en el instituto, aunque cargados de esa chulería y desdén típicos de la adolescencia, y ya sin la estricta y humillante regla de tener que guardar cola, somos jóvenes, somos rebeldes, por ahí no pasamos, ese gusanillo en el estómago fruto del interrogante de que compañeros tendré este año, habrá muchas tías buenas o serán muy duros los profes de mates y de filosofía que me han tocado era inevitable por muy duros que fuéramos, o más bien, que quisiéramos aparentar. Pero en la Universidad todo era diferente. O casi.

Durante mis años universitarios formé parte de esa experiencia de “la vuelta al cole” en 4 ocasiones. Y si bien es cierto que no tenía el aliciente de volver a ver a mis amigos de clase, puesto que a los más cercanos los seguía viendo habitualmente en verano cuando no nos íbamos incluso juntos de vacaciones, ni mucho menos el estímulo de disfrutar de las lecciones de un profesorado que, exceptuando 2 o 3 casos aislados, sólo se preocupaba de sus proyectos de investigación ignorando absolutamente los intereses del alumnado, también tengo que reconocer que el simple hecho de traspasar las puertas del Colegio de Málaga tras 3 meses de ausencia siempre despertaba en mi la sensación del regreso a casa y la ilusión de que el curso que estaba a punto de empezar, esta vez sí que sí, me iba a deparar nuevas experiencias y emociones.

Pero no era así. Y como en años anteriores, inevitablemente, acababa disfrutando más de la ciudad que de la Universidad, y constataba que mi verdadera Facultad estaba en realidad en la calle Mayor y sus alrededores. Y que, no es poca cosa, lo mejor que había hecho ser universitario por mí había sido darme la oportunidad de conocer Alcalá de Henares. Ahora sé que estaba equivocado. Porque si hay algo que nadie puede cuestionar es que Alcalá es lo que es gracias a su Universidad, y que a ella le debe la grandeza de gran parte de su pasado, Y por supuesto de su presente. Y que es a su aportación histórica, a su singular modelo universitario y a la belleza de sus edificios a los que la UNESCO declaró el 2 de Diciembre de 1998 Patrimonio de la Humanidad.

Y también a sus leyendas, y a las anécdotas y fechorías de sus estudiantes, algunos de renombre, casi todos anónimos; unos pocos ricos, la mayoría pobres, coronados con sus grandes gorros para diferenciarse de los agraciados que no necesitaban trabajar y a los que servían para poder costearse sus estudios. A los que servían o, por qué no, la picaresca es tan nuestra como la tortilla de patatas, de los que se aprovechaban. Y de ahí lo de “gorrones”, pues por entonces, y aun ahora, para no pasar penurias lo mejor era tener un poco de ingenio. Y ligereza de piernas, que las trastadas, si te pillaban, había que pagarlas. Y era mejor llegar al otro lado de las cadenas que, frente al Colegio de San Ildefonso, delimitaban la jurisdicción de la Universidad, a caer en manos de la Justicia Real. Que no es lo mismo pasar unas noches en el calabozo, recibir alguna paliza y tener que pagar una multa que escribir cien veces en la pizarra “no volveré a tocarle el culo a la hija del alguacil”.

Porque a fin de cuentas la Universidad son sus alumnos. Y por la de Alcalá han pasado muchos y muy famosos: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Antonio de Nebrija, Mateo Alemán, Tirso de Molina, Juan Ginés de Sepúlveda, Alejandro Farnesio, Antonio Pérez “el traidor”, Gaspar Melchor de Jovellanos, Juan de Austria, Julio Mazarino, Ambrosio de Morales, Arias Montano, Domingo de Soto, Juan de Mariana, San Ignacio de Loyola, Santo Tomás de Villanueva, y una lista interminable de literatos, políticos, científicos y religiosos que fueron lo que fueron porque estudiaron donde estudiaron. Y alumnas. Tarde, siempre demasiado tarde. Dudoso honor, pues tuvieron que pasar casi 300 años desde su fundación, el que ostenta la Universidad de Alcalá al otorgar por primera vez el grado de Doctor a una mujer. Un nombre para la Historia, María Isidra de Guzmán, la primera en España en conseguirlo.

Y por supuesto Don Francisco de Quevedo. Que por lo visto aprendió su hábito de miccionar en la famosa, gracias al pis de tan ilustre dramaturgo y poeta, calle del Codo de Madrid desahogando su juvenil vejiga en el portal de unos infortunados alcalaínos, que para intentar disuadir al furtivo meón pusieron en su puerta una cruz y una leyenda que rezaba “dónde hay cruces no se mea”. A lo que Quevedo respondió con ingenio y dando pie al eterno debate filosófico que “dónde se mea no se ponen cruces”. Pues eso, qué fue primero, la gallina o el huevo. Libertino amante de la noche, el vino y la jarana, se la traía al pairo el estricto horario al que los alumnos debían someterse, descolgándose noche sí y noche también por una ventana para ir sin duda en busca de no muy decentes aventuras. Tanto tentar la suerte, que una noche le pilló la Ronda, y al grito de “¡quien va!” haciendo uso de su fina ironía respondió ni corto ni perezoso “Don Francisco de Quevedo, que ni sube ni baja ni está quedo”. Genio y figura.

Hasta tal punto tenían repercusión las “hazañas” de los colegiales complutenses del Siglo de Oro que incluso el lenguaje popular les debe algún que otro término que aun hoy en día usamos de forma habitual. Si te dicen “eres un manta” es porque a los alumnos de la Universidad de Alcalá que suspendían les ataviaban con unas bonitas orejas de burro y una manta. Y que compremos entradas en el “gallinero” se lo debemos a Lope Lopillo, un estudiante coetáneo de Quevedo famoso por su habilidad para conquistar damas y doncellas al que no se le ocurrió otra que vestirse de muchacha y colarse durante una representación en la cazuela de las mujeres en el Corral de Comedias, sí, el mismo en el que estás pensando, el redescubierto después de tantos años en la Plaza Cervantes. Tal osadía provocó tan gran algarabía entre las sorprendidas espectadoras que la representación hubo de detenerse. Los estudiantes, imaginando de que iba la vaina, empezaron a gritar “¡Señoras, que pasa ahí!, ¡señoras, díganlo ya!”, a lo que el mozo disfrazado contestó “¡Que Lope está aquí!, ¡vénganse acá! ¡Kikirikí!

Anécdotas, cuentos, leyendas, historias. Nadie puede asegurar que todas sean reales. Seguramente sí, no cabría esperar menos de aquellos colegiales pícaros y buscavidas que más que un futuro, buscaban un refugio en la Universidad. Eso sí, en palabras de Guzmán de Alfarache, como la de Alcalá, ninguna:

Si quiere dar una música, salir a rotular, a dar una matraca, gritar una cátedra o levantar en los aires una guerrilla, por solo antojo, sin otra razón o fundamento, ¿quién, dónde o cómo se hace hoy en el mundo como en las escuelas de Alcalá? ¿Dónde tan floridos ingenios en artes, medicina y teología? ¿Dónde los ejercicios de aquellos colegios teólogo y trilingüe, de donde cada día salen tantos y tan buenos estudiantes? ¿Dónde se hallan un semejante concurrir en las artes los estudiantes, que, siendo amigos y hermanos, como si fuesen fronteros, están siempre los unos contra los otros en el ejercicio de las letras? ¿Dónde tantos y tan buenos amigos? ¿Dónde tan buen trato, tanta disciplina en la música, en las armas, en danzar, correr, saltar y tirar la barra, haciendo los ingenios hábiles y los cuerpos ágiles? ¿Dónde concurren juntas tantas cosas buenas con clemencia de cielo y provisión de suelo?

Guzmán de Alfarache 1604. Mateo Alemán. Segunda Parte, Libro III, Capitulo IV

De septiembre a junio el corazón de Alcalá late de una manera distinta. Los estudiantes llenan con su presencia las aulas, las calles, los bares, la ciudad entera, y la inundan de risas e ilusiones, de amistad y amoríos, de camaradería y lealtad, de juergas y de resacas. Y por qué no, también de peleas, disputas, lágrimas y decepciones. De vida. Una Alcalá que en 1977 dejó de ser una triste ciudad industrial más de las afueras para empezar a convertirse en la abanderada del arte, la cultura y el ocio que es hoy en día. Y todo porque un viejo Cardenal consiguió del Papa Alejandro VI las bulas pontificias para hacer realidad en 1499 el sueño de su vida, fundar la Universidad Complutense sobre unos terrenos que el propio Cisneros había comprado con los enormes recursos que le conferían ser arzobispo de Toledo. Hoy lo tildaríamos de especulador inmobiliario, pero su lucro fue algo mucho menos mundano que el dinero. Consiguió aquí, en la tierra, lo que seguro estaba convencido que le esperaría en el cielo: la inmortalidad.


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