Cien razones para amarte LXXX
Esta es la Octogesima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
El Quijote es el primer libro con el que he llorado,
Ana María Matute
con la muerte del Quijote, por todo lo que significa:
el dejar que la locura desaparezca.
Eso es terrible. El triunfo de la sensatez”
Estando como está Joaquín Sabina presentando documentales sobre su vida y preparando gira de retorno y despedida post leñazo escénico, la penúltima dice ahora, normal, vendiendo todo el aforo en horas a pastizal la butaca como para no seguir dándose garbeos por las tablas, he recordado que me olvidé de acordarme de dedicarle una de mis razones no a Sabina, que ni es alcalaíno ni yo le recuerdo veleidades poéticas con la cuna de Cervantes, pero sí a los Premios Ciudad de Alcalá, en cuya última entrega no hace mucho estuve presente. Y estuve, podría decir que más que nada, pero en realidad fue únicamente, porque a Don Joaquín, que ahora hay que tratarle de “Don” porque dice que ya no es rojo y tiene visa oro, le daban el galardón de las Artes y las Ciencias. Con mi prima Mara, sabinista hasta la médula, como mi menda. Porque, aunque como persona últimamente se me esté atragantando un poco, Sabina, no mi prima, no puedo evitar anhelar que me den las diez, y las once, y las doce paseando por la Calle Melancolía camino del Bulevar de los Sueños Rotos, agarrado de un brazo por una Princesa vestida de Purísima y Oro y del otro por Juana la Loca, mientras un Pirata Cojo de alma colchonera llora los Motivos de un Sentimiento que pasa ya de centenario. Pero es que lo de dejarse en la carretera a Pancho Varona se me antoja, como poco, desleal. Razón llevaba mi amigo Valentín cuando se lo presentaron y a la pregunta de si sigues mi vida y lo que hago le contestó sin pelos en la lengua que tu vida no, que tú eres jilipollas y un hijoputa, pero tu música es lo más grande del mundo, poeta. Doy fe, banda sonora de enológicas mañanas de domingo de ruta complutense con principio y fin en la Locura. Real e hipotética. Bendita locura madre de la felicidad, quiero ser absurdo como un belga por soleares. Joaquín, mi alma, no te me vuelvas sensato que con la sensatez el arte deja de nacer de las entrañas. Y ya ni es arte ni es nada.
Un premio a toda una carrera, por darle voz a la calle y darle calle al amor, que el de las películas románticas llenará mucho, pero sacia poco. Y un premio merecido, tanto o más que sus antecesores. Y no son gente cualquiera. Antonio López, Ana María Matute, Isabel Allende, Mingote, Fernando Fernán Gómez, Carlos Saura, Lázaro Carreter… Lo más de lo más. Y luego, claro, están los otros premios, los de los que se curran un proyecto o una obra y la presentan a concurso soñando con ganarlo. Los de los poetas, los fotógrafos, los periodistas, los narradores, los pintores, los arquitectos y los escultores. Los de los que luchan por una Alcalá mejor y los que pelean por un mundo diferente. Los de los que no recordaremos sus nombres porque al final todos vamos a ver al famoso que se lleva el premio gordo sin haberse presentado. Yo tampoco recordaré sus nombres. Pero al menos me he pasado por la Capilla del Oidor a ver la exposición sobre sus obras.
No hace falta ir a verla exclusivamente. Ni siquiera salir con la intención de hacerlo. Con estar por los alrededores de la Plaza Cervantes es suficiente, acercarse a la torre de la desaparecida iglesia de Santa María la Mayor y entrar en la oficina de turismo, a echar un vistazo a la pila bautismal de Cervantes o al facsímil de su partida de bautismo. Y ya de paso perder un ratito, nada, un cuarto de hora, a lo sumo veinte minutos, y ya podrás decir como yo que has visto la exposición. Merece la pena, te gustará, y harás que el trabajo de los ganadores de los premios Ciudad de Alcalá de este año haya merecido la pena y no sea sólo un simple registro en el acta de un jurado. Pondrás tu granito de arena para que su sueño de trascender se acerque algo a la realidad y para que su obra sea un poquito más inmortal. Aunque luego no recuerdes sus nombres.
Yo nunca he ganado un premio. He quedado segundo o finalista en demasiados, y debo tener guardados en algún cajón perdido innumerables diplomas sin personalizar, fotocopias burocráticas de tirada ilimitada con su “gracias por concursar” estampado en negrita y mayúsculas. Pero ganar lo que se dice ganar, nunca. En mi caso se puede decir que es cierto ese axioma que asegura que siempre hay alguien mejor que tú. En campeonatos de fútbol y baloncesto, concursos musicales, torneos de mus, certámenes literarios o en cualquier otro tipo de competición imaginable las mieles del triunfo absoluto siempre se me han resistido, eterno segundón a la sombra de contrincantes dotados de más habilidad, ingenio y talento. Asumido está, mi amor propio siempre encuentra consuelo en ese gran aforismo de lo políticamente correcto, el principio evangélico del derrotado, la sentencia amparadora del eterno perdedor: lo importante es participar. Que se la va a hacer, soy del Atleti. Mi Fe es inquebrantable, pero tiene fecha de caducidad. Así que he decidido no presentarme ya a nada, porque si no puedo ganar, me gustaría quedar el último. Y ni eso. La memoria sólo reserva una hornacina en su palacio de oro al mejor. Y en algunas ocasiones al peor. La mediocridad se pierde en el abismo del olvido como las lágrimas en la lluvia.
Pero no soy envidioso. Siempre me he alegrado de las victorias ajenas, y nunca he creído que fueran inmerecidas. O casi nunca. Pero no hablemos ahora de fútbol. Muchos han sido después de tantos años los ganadores del Premio Ciudad de Alcalá. Algunos habrán triunfado y habrán podido dedicar su vida a aquello que los llevó a presentarse. Otros no, habrán tenido que renunciar y rendirse a la evidencia de un mundo en el que hay que pagar hipotecas y recibos de compañías eléctricas y operadores de telefonía. Pero de lo que estoy seguro es de que todos ellos merecieron ganarlo, porque pusieron su alma en crear algo fuera de lo común, en regalarnos un poquito de su esencia a base de imaginación, voluntad y corazón. Y a eso, ya sea escribiendo versos, diseñando un parque o cantándole una canción a un par de atracadores porque después de todo los pactos entre caballeros hay que cumplirlos, sólo se le puede llamar de una manera. Arte.
La literatura, como el arte en general,
es la demostración de que la vida no basta”La ridícula idea de no volver a verte
Rosa Montero
— CONTENIDO RELACIONADO —