Las ánimas perdidas del Manicomio de la Milagrosa.

Cien razones para amarte IL

Esta es la cuarenta y nueve entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.


“Además, olvida usted, señor Otis, que el precio que

pagó incluía tanto el castillo como el fantasma…”

Oscar Wilde. El Fantasma de Canterville.

Que la oscuridad no os alcance esta noche en una calle solitaria de Alcalá. Todos los años, el mismo huraño y taciturno anciano ajado por el paso del tiempo y por el exceso de copas de anís, apoyado en la barra del bar al que acudíamos tras ver al alma de Don Juan salvarse gracias al amor de Doña Inés, nos repetía las mismas palabras. A nosotros y a todo el que pasaba junto a él tratando de ignorarle, tomándole por loco, y a la vez sin evitar mirarle con el rabillo del ojo. Que la oscuridad no os alcance esta noche en una calle solitaria de Alcalá. Las profundas arrugas de su rostro y el duro y seco tono de su voz provocaban que un ligero sudor frío resbalara por nuestras espaldas y que en los brazos sintiéramos como los pelos se erizaban sin remedio. Y sin buscarlo, inconscientemente, esa noche si nuestros pasos nos llevaban por algún rincón o callejuela solitaria, lo evitábamos, sin necesidad de decirnos nada, sin mirarnos a los ojos para que los otros no notaran la vergüenza incómoda de un miedo irracional y sin sentido. En nuestras cabezas resonaba la advertencia del anciano. Que la oscuridad no os alcance esta noche en una calle solitaria de Alcalá.

Desde hacía unos años, en esa última noche de octubre, los zombis poblaban el centro de la ciudad con su marcha tenebrosa y siniestra llenando con sus lamentos de plañidera degollada el aire y el ambiente. El miedo y el terror trasformados en espectáculo hilarante y en concurso de maquillaje para mayor gloria de la diversión juvenil y de la desmitificación de la muerte. Una fiesta pagana que poco a poco va derrotando a la tradición y al acervo cultural religioso, haciendo surgir un nuevo folclore más global y mercantil. Con el paso del tiempo lo interiorizaremos y pasará a formar parte de nuestras costumbres y ritos, hasta que sea atacado por algo más nuevo, más llamativo, más vendible. Pero aunque gane la batalla nunca lo hará del todo, la Santa Compaña seguirá con su lúgubre recorrido cada noche de santos para recordarnos que la muerte nos espera a todos al final del camino.

Al anciano de profundas arrugas en el rostro le esperó y le atrapó muchos años antes de que su duro y seco tono de voz nos advirtiera que la oscuridad no os alcance esta noche en una calle solitaria de Alcalá. Aquel último año antes de la pandemia en que Don Juan ganó una fatídica apuesta a Don Luis, su rincón en la barra de ese bar al que por costumbre íbamos a sabiendas de que allí le encontraríamos estaba vacío. Siempre lo había estado. Al menos en los últimos ochenta años. En vano preguntamos por él a los camareros y parroquianos habituales, nadie le recordaba, y empezamos a creer que nuestra mente nos había jugado una mala pasada sugestionados por los fantasmas del Tenorio y por los muertos vivientes que arrastraban sus cuerpos destrozados sobre el adoquinado de la Calle Mayor.

Es un fantasma. Las palabras de una mujer que le sacaba un poco de ventaja a los noventa años se clavaron en nuestros oídos sin esperarlas. Es un fantasma, lo sé porque yo estaba aquí las noches en que sucedió todo. El miedo a los recuerdos se reflejaba en su rostro, y sus ojos brillaban con la humedad que brota del dolor imperecedero de la memoria del pasado. Porque ella estaba allí las noches en que sucedió todo, mucho más joven, apenas una niña hija del tabernero dueño del local que dos generaciones después regentaba su nieto preferido, el que quiso quedarse, el que no buscó la vida fácil de jornada de ocho horas de lunes a viernes con sueldo fijo y derecho a vacaciones pagadas. El mismo local en el que vivía nuestro fantasma huido, en el que pasó sus últimas horas entre los vivos antes de desaparecer para siempre entre las sombras de las vacías calles de Alcalá una noche como aquella hacía ochenta años.

fantasmas

Apareció al poco de acabar la guerra, esa guerra, la nuestra, la que todavía duele. Nadie sabía su nombre, ni de donde venía ni a que se dedicaba. Todas las tardes, cuando el sol comenzaba a esconderse para dejar paso a las tinieblas tras las que se oculta la vida canalla y la muerte traicionera, entraba en el bar y se sentaba en un rincón apoyando sus rudos brazos en la barra que ansiosa esperaba su presencia y la de las copas de anís que siempre pedía, una tras otra, hasta acabar la botella. No miraba a nadie, a nadie dirigía la palabra. Una cruda desazón se desprendía de su rostro, y todo el que lo observaba podía sentir que en su pecho latía un corazón desgarrado por el odio y la culpabilidad. Así día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Hasta que la curiosidad murió de aburrimiento y todos dejaron de fijarse en el forastero que ya formaba parte del mobiliario de la casa. Y entonces sucedió lo que siempre sucede con los secretos, que cuando nadie quiere ya descubrirlos, se descubren solos.

Los dos fugados entraron en el bar para refugiarse de la lluvia. Eran dos sargentos republicanos que habían huido del campo de concentración en el que estaban prisioneros desde el final de la guerra. Una prisión habitada de rencor y odio entre los muros del antiguo manicomio de la Misericordia y cuyo único y verdadero fin era la exaltación de la venganza. Miraron a su alrededor y por un momento sintieron que estaban a salvo. Hasta que se encontraron con los fríos ojos del forastero y de inmediato supieron que estaban perdidos. Lo supieron todos los que estaban allí en ese momento, como se saben las cosas cuando se te meten dentro a través de la piel, sin verdades a medias, sin tapujos. Supieron que su aventura había terminado, no la de la huida, la de la vida, y que sus cuerpos estaban ya más cerca de la fosa común que se adivinaba sin verla desde sus celdas que del mismo lugar en el que se encontraban en ese momento. El forastero se levantó de su taburete y con la tranquilidad que da conocerse poseedor de una victoria segura se dirigió hacia los fugados. Ni siquiera trataron de huir. Salieron los tres juntos, pero dos de ellos nunca regresaron, ni jamás nadie volvió a saber de ellos.

El forastero sí regresó. Pero ya todos sabían de donde venía, y a que se dedicaba. Su nombre no importaba, en realidad nadie quería saberlo. Volvió a su taburete de madera y a su rincón en la barra, y aunque escondía su rostro entre las manos con los ojos fijos en su copa de anís sentía las miradas de desprecio clavadas en su nuca. Esa noche era la noche de Todos los Santos, y las calles de Alcalá estaban más solitarias que nunca, oscuras como jamás habían estado. Nadie se atrevía a salir de sus casas o de las tabernas porque las tinieblas habían tomado la ciudad y las ánimas de los muertos rondaban cada calle y cada esquina en busca de venganza, unos muertos nuevos que no encontrarían la paz hasta que arrastrasen a su verdugo junto a ellos al otro mundo.

Los oyes, te están esperando.
En algún momento tendrás que salir.
Tal vez necesite un pequeño empujón.
No, saldrá solo, sabe que es su destino y que nunca podrá escapar de él.

Lo sabía. Salió solo. La oscuridad le alcanzó esa noche en una calle solitaria de Alcalá. La oscuridad y los fantasmas que él mismo había creado se lo tragaron para siempre, cobrándose la deuda que había contraído con las víctimas del rencor que anidaba en su oscuro corazón. Sus gritos de terror fueron lo último que se supo de su existencia, aunque hay quien dice que la víspera de Todos los Santos se le puede ver advirtiendo a los extraños que la oscuridad no os alcance esta noche en una calle solitaria de Alcalá. Creedme, yo le he visto.

“Son más difíciles de ahuyentar los fantasmas

que han estado en nuestras habitaciones.”

Javier Marías. Mañana en la batalla piensa en mí.

Alcalá también tiene su Historia negra. Ese lado oscuro que no debemos olvidar por muy doloroso que sea, que también forma parte de esta ciudad y que es una razón más para amarla, igual que amamos a los nuestros a veces más por sus defectos y debilidades que por sus virtudes. El edificio central del que hasta hace poco ha sido el acuartelamiento de la Brigada Paracaidista fue antes de la Guerra Civil un hospital psiquiátrico. Al finalizar el conflicto armado este centro fue utilizado como campo de concentración donde fueron encerrados miles de prisioneros republicanos. El recinto era conocido popularmente como “el manicomio”. Hace unos años fueron descubiertos allí unos restos humanos sin identificar en una fosa común. En todos los lugares habitan fantasmas del pasado que no descansarán en paz hasta que se les haga justicia.

— CONTENIDO RELACIONADO —