Hogar dulce hogar

Cien razones para amarte LXXVII

Esta es la Septuagésimo séptima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado

Y aún haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto”.

El Quijote, Primera parte, Capítulo XXIX.
Miguel de Cervantes
Fotografía Carolina Delgado

Ahora, en mi lecho de muerte, mientras mi aliento se consume y mi alma se dispone a reunirse con Dios nuestro Señor y con todos aquellos mis seres queridos que gozan de la gloria eterna, en estos últimos instantes de mi agitada vida, vienen a mi memoria de forma clara, más nítida de lo que nunca fueron, recuerdos que creía olvidados por lejanos y porque siempre había pensado que carecieron de relevancia en el largo devenir de mi existencia. Recuerdos de mi niñez, de una infancia desdeñada en una ciudad omitida, una ciudad en la que nací y apenas crecí porque el destino y las necesidades familiares me obligaron a abandonarla cuando todavía me escondía entre las faldas de mi madre huyendo de mis hermanas Andrea y Luisa, siempre persiguiéndome para usarme como si no fuera más que un juguete con el que entretenerse o un pelele rehén de sus caprichos. Recuerdos de Alcalá de Henares, mi cuna, la cuna de Miguel de Cerbantes, un servidor, loco esclavo de las letras, fiel lacayo de Su Majestad Católica y devoto siervo de Nuestro Señor Jesucristo.

Fotografía Carolina Delgado

Es extraño. Podría rememorar tantos lugares y avatares de mi vida. Sevilla, Córdoba, Valladolid, Madrid, Barcelona, mis viajes por Italia, Génova, Roma, Nápoles, Messina, y mi cautiverio en Argel. La batalla de Lepanto, la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos, ni esperan ver los venideros. Y tantos y tantos sitios y lances que han formado parte de mi existencia, real o imaginaria. Y sin embargo, unos instantes antes de dejar este mundo, en la capital del reino, en mi casa de la calle del León, pobre y casi olvidado, devorado por la fama de mi ingenioso caballero andante, es el olor de los geranios y los claveles del patio de la casa donde nací, y el frescor que emanaba del pozo en el que mi madre todas las mañanas, Leonor, dulce y cariñosa Leonor, llenaba una tinaja de agua con la que saciar nuestra sed y preparar la comida, lo que colma mi alma de paz y serenidad antes de emprender este mi último y más trascendental viaje. 

Mi hogar de la calle Mayor de Alcalá de Henares. Nuestro hogar de la calle Mayor de Alcalá de Henares, el de mi padre Rodrigo, cirujano, poco más que barbero, de pobres ganancias en una ciudad donde de cinco mil estudiantes que estudiaban en la Universidad dos mil oían medicina, de lo que infería Berganza en mi “Coloquio de los perros” que esos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre. El hogar de mi madre, dueña de la casa, y de mis hermanas, con las que correteaba por la galería superior hasta que los gritos de mi tía amenazándonos con una buena tunda de azotes si rompíamos algo hacían que nos escondiésemos en la botica hasta que la ocasión volviese a ser propicia para reiniciar nuestras correrías. La botica, territorio mágico, nuestro escondrijo favorito, rodeados de almireces, cajas para píldoras, bálsamos y ungüentos que hacían volar nuestra imaginación a naciones lejanas donde damas de alta cuna esperaban, prisioneras de un mago hacedor de maleficios, a que un caballero andante de brillante armadura acudiera a rescatarlas de su cautiverio.

Los olores, ¿se pueden recordar los olores, rememorar los aromas? Yo ahora los respiro, como si estuviera allí mismo, llegando desde aquella cocina hasta mis narices, esa fragancia a olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos. Casi lo saboreo. El sabroso perfume de las hierbas aromáticas y los sacos con semillas, de la hierbabuena, el perejil y los frutos secos, de los cántaros de vino y de los calderos de potaje batallando con el fuego. Sólo había un olor que me hacía sentirme más en casa, más seguro, más feliz. El olor a limpio de las sábanas recién lavadas. ¡Cómo odié a mi hermano Rodrigo cuando al nacer fui destituido de mi trono de niño mimado y expulsado de la alcoba de mi madre para tener que dormir junto a mis hermanas mayores! Y aun así, cuantas aventuras y desdichas compartimos de adultos. Los dos nacimos en Alcalá de Henares, en una humilde casa de la calle Mayor, haciendo esquina con la calle Imagen, la misma en la que mi hermana Luisa acabó siendo abadesa del convento de las Carmelitas. ¿Por qué recuerdo ahora tan nítidamente eso años que ignoraba esconder en un abandonado rincón de mi memoria?

Fotografía Carolina Delgado

¿Perdurará mi recuerdo en Alcalá de Henares? ¿Me evocarán con el paso de los años en mi ciudad natal? ¿Mi fama, mi obra, mi vida serán en el futuro motivo de algún tipo de celebración? ¿Le pondrán mi nombre a una calle, a una plaza, tal vez a una corrala? ¿Una estatua quizás? No lo creo. No lo merezco. He sido un hijo desagradecido e ingrato. Un desnaturalizado que nunca la nombró en sus escritos, nunca le dedicó unos hermosos versos ni la convirtió en escenario de alguna de sus novelillas. ¡Qué vergüenza! Hasta el infame Avellaneda sí lo hizo en su miserable copia de mi Quijote dedicándole un capítulo entero. Cobarde Avellaneda, seudónimo ficticio para ocultar a esa caterva de aduladores de Lope de Vega, mediocre Fénix de los ingenios. Pero no, no quiero que mi último pensamiento en esta vida esté viciado por el rencor y la envidia. Quiero que sea hermoso, a pesar de la miseria que me rodea en mi última morada en este Madrid infectado de cobistas sin talento en busca de prebendas, muriendo pobre y olvidado en contra de lo que se pudiera creer después del grandioso éxito de mi Quijote. Mas estoy a apenas veinte millas del lugar donde nací, el lugar al que nunca volví y en el que fui más feliz, aunque no lo supiera hasta el momento de mi muerte. Y desde mi lecho caduco siento su cercanía. Para Alcalá de Henares es el último destello de mi raciocinio. Y señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Vale.

Fotografía Carolina Delgado

“Rosebad”

Ciudadano Kane

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