El sosegado y dulce trascurrir del invierno en Alcalá

Cien razones para amarte LVI

Esta es la Quincuagésimo sexta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado


Los veranos vuelan siempre, los inviernos caminan”

Charles M. Schulz

La ventana de mi habitación no tiene rejas. Ni la puerta está cerrada con candado. No soy prisionero de los hombres ni reo de mis delitos, mi carcelero es invisible y por suerte mi sentencia es breve, siete días si los síntomas desaparecen. Después da igual ser positivo o negativo, libertad sin cargos, apto para el trabajo, el engranaje debe seguir funcionando.

Sólo siete días. Parece fácil, pero han pasado dos y ya estoy harto de Netflix, de la cama y del Kindle. Mis quejas se estrellan contra cuatro grises paredes opresoras y desde el otro lado de la puerta se escucha un ¡eres un culo de mal asiento! que suena más a burla que a recriminación. Curiosamente lo único que me relaja es mirar a través del cristal de mi ventana, ese apenas metro cuadrado de superficie que me acerca al mundo exterior, aunque sea a más de 30 metros de altura. El sol ilumina el horizonte y el campo brilla desnudo bajo los rayos que la estrella diurna esparce generosa sobre las praderas y los montes que me regalan las prodigiosas vistas que se observan desde mi atalaya. No me dejo engañar, hace frío, los árboles sin hojas y los gorros de lana delatan la presencia del invierno, a pesar del cielo despejado y del viento ausente.

A principios del invierno del 99, derruido el sueño transatlántico de ejercer de profesores en una universidad colombiana, decidimos convertirnos en un trío, al menos financiero, y nos comprometimos con un banco a una relación de 30 años a cambio de una vivienda a la que pudiéramos llamar nuestra, si bien la realidad fuera bien distinta si nos ateníamos a los porcentajes. Desde ese momento, empadronamiento en mano, pude decir sin titubeos que era alcalaíno, al menos de adopción ya que no de nacimiento, aunque ya hacía tiempo que corría por mis venas el veneno de la querencia complutense gracias a mis años de alistado, me da no sé qué decir estudiante, universitario. Mis recuerdos de aquellos primeros días en nuestra nueva morada son de sillas y mesas plegables para comer, cajas de cartón a la espera de ser vaciadas en unos muebles que aun no habían llegado y un colchón hinchable en el suelo de una habitación desierta en la que el eco nos devolvía todos los susurros que nos decíamos al oído. Y el frío, ese frío invernal de las ciudades castellanas que se cuela por cualquier resquicio y al que ni los achuchones ni una vieja caldera que funcionaba cuando menos falta hacía podían engañar.

Y sin embargo es hermoso el invierno en Alcalá. Invita a la melancolía en una ciudad cargada de pasado y de memoria. Empuja al paseo silencioso y calmado sobre su empedrado histórico o entre la naturaleza reposada de los campos que la rodean y los parques que la pueblan. Destapa la verdadera amistad, la que no pone excusas, la que no huye del frío y la oscuridad, porque los amigos del verano van y vienen, pero los del invierno son para toda la vida.

Trascurre paciente entre el manto otoñal que los árboles derraman con la deliciosa sensualidad del burlesque y el esplendor de colores que trae la primavera con su lujurioso canto a la vida. Sin prisa se mueve entre nosotros enemigo de su antípoda estival regalándonos cada vez con más avaricia, Filomenas aparte, la magia de unos copos de nieve que despiertan las sonrisas de los niños, la nostalgia de los ancianos y el corazón dormido de los adultos. Oro blanco derramado por el cielo, tan valiosa y fértil que los esquimales tienen 52 palabras para designarla. Con pocas cosas he disfrutado tanto como con una pelea de bolas de nieve, efímeras batallas que nunca terminan en victoria o en derrota, sus armisticios los firma el sol o la lluvia trasformando en lodo la más pura de las bellezas.

De aquel piso vacío ya no quedan más que detalles escondidos en los resquicios de la memoria. Ahora sus paredes están impresas con nuestras vivencias y batallas, desprenden el olor de los buenos y los malos momentos, y si te acercas a ellas puedes escuchar el sonido de las risas y el murmullo de las lágrimas al igual que resuena el romper de las olas en el fondo de una caracola. Los cajones están llenos de los recuerdos que hemos ido atesorando con el paso de los años y los armarios repletos de posesiones mundanas, pruebas materiales de que tenemos mucho más de lo que teníamos cuando empezamos, aunque no es por ello por lo que somos tan ricos como nos sentimos. Lo que permanece invariable son las mismas vistas que nos enamoraron desde el primer día que lo visitamos, cuando todavía no sabíamos al traspasar su puerta acompañados de una agente inmobiliaria que una simple mirada a través del ventanal de su cocina nos iba a bastar para saber que era aquí donde queríamos vivir, ver crecer a nuestros hijos y envejecer juntos observando como voyeurs hitchcocknianos desprovistos de prismáticos a los niños jugar en el parque de la Plaza de la Juventud, a los pájaros volar libres en el inmenso océano celeste, el pasar las cosechas año tras año en la Isla del Colegio, a los árboles de la ribera del Henares mudar sus hojas, a la gente pasear a lo lejos en el Parque de los Cerros o imaginar a unos cristianos recelosos tirando piedras a los moros desde la altura del Malvecino. Y es que no hay nada como el sosegado y dulce invierno para enamorarse de Alcalá desde mi ventana.

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