Cien razones para amarte XXXVI
Esta es la trigésima sexta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Hay lugares que te incitan a soñar. En los que la imaginación se desata como un caballo desbocado, espoleada por ese deseo incontrolable que se aloja en el corazón de aquellos que encuentran en la fantasía un mundo al que huir cuando la cruda realidad asfixia los anhelos de una vida más excitante, más libre, menos presa de la monótona y opresiva manija del reloj que marca las horas de nuestra rutinaria existencia. Hay lugares que te obligan a codiciar su existencia, a ansiar formar parte de ellos, de su momento, de esos instantes que el tiempo se ha llevado, pero que todavía corretean ocultos entre los rescoldos de unos restos que el paso de los siglos no ha podido borrar. Hay lugares para vivirlos.
Hay lugares para vivirlos. Más de los que podamos pensar. Y nunca se acaban, sólo hay que saber buscarlos, cada uno tiene los suyos. Yo el otro día descubrí uno, aquí al lado, dentro de nuestra ciudad, esperando sin ponerse precio a que me dignara a visitarlo. Esta vez no cometeré el error, dislate tan español y tabernario, de hablar de algo que no conozco. Y si allá por la razón XXXI tuve la desfachatez de escribir sobre las ruinas romanas de Complutum sin haber estado nunca, carencia que como prometí ya he corregido, en esta oportunidad la presente razón para amar Alcalá de Henares está bien fundamentada en una dominguera excursión que si bien me privó de mi acostumbrada ruta vinícola dominical con los amigos, a cambio me regaló la magia de un viaje imaginario por las fascinantes estancias de la casa de hippolytus.
Y recorriendo la pasarela metálica privadora del contacto físico en aras de la preservación para el futuro de los testimonios de nuestro pasado, me imaginé viajero en el tiempo, ataviado en túnica romana y sandalias de cuero, joven casi niño, viviendo la odisea de un mundo sin teléfonos móviles, vehículos a motor u ocio catódico vía plataformas de streaming. Me imaginé con mi amigo Gayo Annio en la escuela de jóvenes que su familia, adinerados comerciantes complutenses, había fundado para mayor gloria de su apellido, sentados en el patio central observando pasmados el maravilloso mosaico que el maestro Hippolytus había creado ante nuestros ojos a lo largo de duros meses de trabajo. Imaginé que era uno de los tres erotes que surcaban las aguas del Mediterráneo libres del miedo al naufragio gracias a su condición de dioses alados del mar, rodeado de delfines, pulpos, doradas y peces espada. Imaginé que el calor azotaba nuestros cuerpos y que buscábamos en las termas del edificio el frescor del frigidarium donde jugábamos a salpicarnos cada vez que la mirada inquisitiva de alguno de los maestros griegos encargados de nuestra educación se desviaba en busca del alboroto que algún alumno más estruendoso que nosotros armaba en los aposentos cercanos. E imaginé que tras un breve paso por el tepidarium para habituar nuestros cuerpos al calor nos sentábamos relajados en la piscina del caldarium para comentar entusiasmados la última victoria en el circo de Victoris, el único auriga capaz de hacer vencer a la facción roja tras largos años de dominio de las facciones blanca y azul. Esto más que imaginarlo por lo visto lo soñé.
Y puestos a imaginar no me salté lo escatológico. Y la obligada visita en grupo a las letrinas también se hizo presente en mi mente. Eso sí, con imágenes censuradas en las que sólo aparecíamos de cintura para arriba. Estaban locos estos romanos podría pensar cualquiera que no haya hecho la mili. Pero para ellos cualquier lugar era bueno para mantener una conversación, y mi amigo Gayo y yo en este mi viaje alucinatorio a los albores de la antigüedad fantaseábamos emocionados mientras hacíamos de vientre con llegar a ser centuriones romanos recordando las aventuras y hazañas que Lucio Emilio Cándido narraba a todo aquel que quería escucharle en el foro cada vez que regresaba a esta su ciudad natal cuando conseguía una licencia de su servicio en la Guardia Pretoriana. Menos mal que los sueños no huelen.
Y el aire fresco de la tarde se nos hacía imprescindible, a nosotros y a nuestras narices, ya necesitadas de olores más agradables sobre todo siendo tan amplias por romanas. Los jazmines, cedros y palmitos del jardín devolvían la salud olfativa a nuestras ofendidas napias mientras nuestras mentes infantiles ideaban una última travesura con la que cerrar el día antes de regresar cada uno al confortable calor de su patricio hogar. ¿Qué tal un grafiti? Todavía está fresca la mampostería de ese muro recién levantado. Si la pequeña Varia se había atrevido a inmortalizar su nombre en la Casa de los Grifos nosotros no íbamos a ser menos. Gayus et Antonius hic erant. Orgullosos de nuestra ortografía nos despedimos felices sin pensar en que tan ingeniosa trastada la pagarían al día siguiente nuestros nobles y dignos traseros a golpe de azote y de vara.
Viajar con la mente puede ser maravilloso. No necesitas billetes, ni maletas, puedes ir a donde quieras y con quien quieras. Son viajes que nunca te decepcionarán. El único límite es tu imaginación. Y en lugares como Alcalá, llena de rincones que esconden historias, leyendas, cuentos, ese límite es casi infinito. A mí el otro día la Casa de Hippolytus me hizo navegar sobre los confines del espacio y el tiempo. No es la primera vez, en esta ciudad que me ha dado cien razones para amarla soñar y vivir aventuras no es una opción, es ineludible para los que aún escondemos en nuestro corazón las huellas de las ilusiones de nuestra niñez.
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“El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo.”
Gustavo Adolfo Bécquer
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