Cien razones para amarte XXXIV
Esta es la trigésima cuarta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
No es lo mismo. Ni para mí que suelo presumir, casi siempre por convicción y a veces por molestar, de no tener ni Dios ni patria, ha sido lo mismo. Y ya van dos años, pero no sé por qué, este lo he sentido más, se me ha hecho más presente su ausencia. Y es ahora cuando llego a entender el pesar de los que tienen esa Fe que yo, aunque no lo creáis, me esfuerzo en comprender. Ver como las terrazas de los bares y restaurantes inundan las calles y plazas del centro de la ciudad gracias al buen tiempo y a la imposibilidad de viajar podría parecer normal, incluso reconfortante, pero no, la realidad es otra bien distinta. Son los grupos de amigos y familiares con tope máximo en la media docena y los camareros con sus bandejas cargadas de refrescos, cervezas y raciones de patatas los que acaparan el protagonismo de unas calles que deberían estar tomadas por batallones de cofrades, pelotones de penitentes y escuadrones de nazarenos que a fuerza de ilusión y de esperanza y espoleados por el aroma a incienso y el clamor de tambores y trompetas arrastran con fervor las imágenes que simbolizan sus creencias.
Una saeta en el balcón del Ayuntamiento. Una voz que tiembla y desgarra el aire de una plaza abarrotada por una multitud enmudecida. Serrat dando armonía a las palabras de Machado, regalándose mutuamente la inmortalidad, esa que se atrinchera en el corazón del pueblo, la que de verdad cuenta, la que de verdad perdura. Y ni los metales ni los timbales ni toda la fuerza de mil bandas pueden acallar los aplausos de una muchedumbre enfervorecida que se emociona a golpe de “levantá” del Jesús del Despojado o del Nazareno de Medinaceli, o por el encuentro del Cristo Universitario de los Doctrinos y la Virgen de la Esperanza frente a la fachada de la Universidad Cisneriana o el del Cristo Resucitado con la Virgen de la Salud, que se quita el velo para observar a su hijo mientras la bañan en pétalos de rosa, en la Plaza de los Santos Niños. Y tronar el cielo de palmas con la “revirá” del Cristo de la Columna al entrar en la calle Carmen Calzado desde la calle Mayor. Y “hacer bailar” a la Soledad. Y andar los costaleros arrastrados por el suelo para poder sacar al Cristo de la Columna del convento carmelita de la calle Imagen. Y ver con cierta envidia que el sufrimiento y el sacrificio pueden recibirse como un regalo cuando sientes que perteneces a algo más importante que tú.
Y ese algo se llama tradición. Que palabra tan hermosa. Contiene tanto. Leyendas y mitos, cuentos y folclore, creencias y costumbres, dolor y alegría, amor y odio, historias con minúscula e Historia con mayúscula. Yo soy mucho de tradiciones. Tal vez sea por mi corazón de historiador frustrado. O porque necesito entender mi pasado. O más bien por la debilidad de mi cuerpo y la futilidad de mi alma, que no hacen más que caer una y otra vez en el más recurrente de todos mis pecados: la gula. Porque si una cosa tienen las tradiciones aquí en España es que casi siempre van acompañadas de sus platos típicos.
Y los de Semana Santa, bueno, que os voy a contar, ese potaje de garbanzos y espinacas, los buñuelos de bacalao, el cordero pascual, los pestiños con miel, el panquemao, las torrijas… ¡Ay las torrijas! De leche, las de toda la vida, como Dios manda. Hay quien las prefiere de vino, o echarles un poquito de miel, o incluso chocolate. Pero para mí de leche, con sus huevos, su azúcar, su canela y su cascarita de limón. Y el pan claro. Están de muerte, uno de mis dulces preferidos. Lo cual me lleva a la siguiente reflexión: si están tan ricas, y a casi todo el mundo le gustan, ¿por qué las comemos únicamente en Semana Santa? ¿Por qué no el resto del año? La ordinaria vulgaridad que lo cotidiano encierra en su naturaleza acabaría con la singularidad de su sabor, con la magia de su peculiaridad.
Aunque soy un poco ateo, que no agnóstico, la Semana Santa es una de mis tradiciones preferidas. Y la de Alcalá de Henares es algo que no hay que perderse si por esa época del año uno anda cerca de la ciudad complutense. La primera vez que la viví ni siquiera residía aún aquí, y todavía faltaban unos años para que se la considerara Fiesta de Interés Turístico Regional, y varios más para nombrarla Nacional, como llegaría a serlo en 2019. Pero ya poseía esa magia y esa naturaleza que la convertían en una celebración que hizo surgir en mí una espiritualidad que creía perdida, una espiritualidad que tenía menos que ver con la religión que con la herencia cultural. A día de hoy cuando veo reflejado en el rostro de personas que son importantes en mi vida como la emoción les ilumina y hace que sus ojos brillen encendidos por una Fe que ojalá pudiera comprender, me siento feliz de poder disfrutar con ellos de algo que les llena tanto en una ciudad a la que le tengo que agradecer entre muchas otras cosas que me haya unido a gente a la que quiero incluso por cosas que no compartimos.
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¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!Antonio Machado
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