Cien razones para amarte XXVII
Esta es la vigésima séptima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
A lo lejos, en una madrugada casi derrotada por el inevitable triunfo del sol, camuflado entre risas femeninas, el sonido de tacones de aguja deslizándose acrobáticamente sobre el adoquinado es lo único que rompe la soledad silenciosa de una calle que sólo unas horas antes era el bullicioso centro de una ciudad que durante la nocturnidad de los fines de semana torna su rutinario y acostumbrado pulso tradicional por el alocado tono libertino y despreocupado de la juventud, la música a todo volumen y los combinados de licores con refresco. Un tono del que cada vez me encuentro más alejado, ni mi cuerpo ni mi espíritu están ya preparados para soportar tales desfases, pero en el que me sumerjo intencionadamente dos o tres veces al año, más alguna otra en que sin planearlo me veo absorbido o bien por alguna quedada de compañeros de trabajo, o porque mi amigo Nano, ancestral compañero de juergas del pasado, ha conseguido bula marital para acercarse desde Coslada a acompañarme a rememorar nuestras hazañas juveniles. Hazañas juveniles casi convertidas en relatos mitológicos de tantas veces que las hemos retorcido, exagerado y manipulado, en la mayoría de las ocasiones transformándolas en más de lo que realmente fueron, y en alguna, también hay que decirlo, moderando y camuflando unos hechos que pudieron haber estado al límite de lo moral y legalmente aceptable.
Maduritos de fiesta que entre risas y palmaditas en la espalda presumen de que esa noche, como en los viejos tiempos, han cerrado literalmente, bajada de cierre incluida, un local de copas. Y aunque durante los próximos días vacilarán a sus amigos de la Peña, mientras sufren con un partido del Athletic, de tan memorable hazaña, en el fondo de sus corazones comprenden la tristeza que conlleva que algo que hacía 25 años era habitual se haya convertido en un hecho absolutamente excepcional. Pero es que ya andamos por la calle Mayor, la calle de la nostalgia, la calle en que de regreso a casa los colegas, abrazados por los hombros, rememoran las gestas y proezas de la noche y sienten que están creando los vínculos de una amistad de las de toda la vida. Y aunque casi nunca sea cierto, ¿cómo no vas a creerlo cuando a mitad del camino, más o menos, te topas con la estatua de Don Quijote y Sancho Panza, símbolos eternos de la camaradería? La belleza del entorno, los primeros rescoldos de la luz al amanecer, y sobre todo los excesos etílicos, hacen el resto.
Porque si la noche ha sido como Dios manda cuando abandonas la plaza de los Santos Niños y das los primeros pasos por el empedrado de la calle Mayor ya debe de estar amaneciendo. Y mi amigo Nano, que no tiene la suerte de ser alcalaíno, pero al menos es de Coslada, que tampoco está nada mal, comenta sin conocimiento, aunque con bastante lógica, “anda, una panadería, lástima que esté cerrada, sino comprábamos pan recién hecho o unos bollos”. Y entre risas tengo que explicarle que La Panadería en realidad no vende pan, que es un bar de copas de los de toda la vida. O al menos desde que un holandés errante de nombre Paul, que tristemente nos ha dejado hace apenas unos meses, por amor a una mujer y por amor a una ciudad decidió ser un poco menos holandés y mucho menos errante y quedarse y abrir uno de los garitos más históricos de Alcalá. Frecuentado por los estudiantes extranjeros que venían a hacer el Erasmus en mi época de universitario acudía en ocasiones atraído por la premisa de que las chicas de otros países eran más abiertas y liberadas en temas sexuales que las españolas, y que me sería más fácil “pillar cacho”. Por los resultados era evidente que la premisa era falsa. O al menos prefiero pensar eso a creer en la otra conclusión posible, más cercana a la realidad me temo.
Sin pan y sin bollos seguimos nuestro lento peregrinar en busca de la comodidad de una cama, que ya no éramos tan jóvenes y el cuerpo pedía el abrazo mullidito de un colchón y un domingo entero de reposo para volver el lunes a la rutina laboral en las mejores condiciones posibles. Y ahora algún listo nos soltaría aquel clásico sermón paternal de “si vales para ir de fiesta, también vales para trabajar”. Disiento. Más bien todo lo contrario. Como sabiamente decía mi primo Froi, berciano de pro, cuando para no salir le ponía la excusa de que al día siguiente trabajaba, “si vales para trabajar, entonces también vales para ir de fiesta”. Prioridades lo llamaba él. Pero en ese momento nuestra prioridad era llegar a casa, siguiendo el camino más corto viable e invirtiendo el menor tiempo posible, lo cual resultó del todo imposible, pues las condiciones lo hicieron inviable. Un paseo por el Corral de la Sinagoga, ya que estábamos en pleno barrio judío medieval un poco de turismo no estaba de más, y una de las anécdotas más extrañas y surrealista que me han pasado en la vida tuvieron la culpa.
Nos pareció divertido a los cuatro, a Nano, a mí, a su neurona, y a la mía, llamar a los telefonillos y si alguien contestaba responder simplemente “soy yo” a ver que pasaba. Evidentemente a esas horas nadie contestó. Pero cuando estábamos apenas a unos metros de alcanzar una nueva etapa de nuestro recorrido llegando a la plaza Cervantes y después de intentar nuestra broma con la que decidimos que sería la última víctima algo calló golpeándome en la cabeza y, tras rebotar en mi testa produciendo un sonido hueco, fue a parar al suelo. Eran unas llaves. Unas llaves caídas del cielo. Cruce de miradas. Búsqueda de explicaciones. Conclusión clara y evidente: se la habían caído a San Pedro. Y entonces tuvo lugar un debate quizá mitad metafísico, tal vez mitad teológico, pero seguro cien por cien berlanguiano. ¿Qué hacíamos? ¿Teníamos la responsabilidad de devolverlas? Después de todo ninguno de los dos éramos creyentes, aunque la situación igual nos hacía replantearnos nuestra postura. En cualquier caso, remitiéndonos a nuestro historial, no era muy probable que las puertas del cielo estuvieran abiertas para nosotros. Aunque si devolvíamos las llaves igual ganábamos puntos. Decidido, las devolvíamos, pero ¿cómo? Después de varias ideas que no terminaron de parecernos adecuadas, una escalera gigante, alquilar un helicóptero, mandárselas al Papa por correo, llegamos a la conclusión de que uno de los dos tenía que llevárselas a San Pedro, y que la única forma posible era espichándola. Tan grande era nuestra amistad y el afecto que nos procesábamos que ambos insistimos en ceder al otro el honor de morirse para llevar a cabo tan loable hazaña y no dejar a miles da almas bondadosas, bueno, dejémoslo en cientos, sin su eterno descanso en el paraíso. No parecía que fuésemos a llegar a un acuerdo, así que retorciendo un poco más nuestra delirante discusión, y como a los dos de momento seguir algunos añitos con vida nos resultaba más que apetecible, sobre todo si el otro también lo estaba, este mundo mejora mucho contigo dentro Nano, tuvimos la brillante idea de concluir que San Pedro, antes de perder las llaves, se había dejado las puertas del cielo abiertas, con lo que ancha es Castilla y paraíso para todos. Y en estos razonamientos andábamos cuando una voz a nuestras espaldas nos otorgó una explicación mucho más lógica y plausible a todo lo recientemente sucedido:
Dejar de decir gilipolleces y devolverme las llaves, que creía que erais mi hijo y os las he tirado por error por la mirilla del techo.
La vecina del 13 de la calle Mayor
Las mirillas medievales. Cumpliendo la misión para la que fueron creadas hace más de siete siglos. Restos excepcionales de un pasado al que rinden pleitesía, al que dan significado, como toda una calle. La calle más viva que puedas recorrer, incluso cuando está vacía. Una calle que da nombre a la guía de ocio y cultura de Alcalá para la que una gran amiga me pidió que escribiera una serie de historias sobre Alcalá de Henares. Me sentí halagado, pero también asustado. No creía, ni aún lo creo, poder hacerle justicia. Pero como decirle que no a Nieves, una mujer tan valiente, hermosa y excepcional que es para mí, y seguro que para todos aquellos que tienen la suerte de conocerla, una razón más, por su trabajo y por su sola presencia, para amar esta ciudad.
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