Cien razones para amarte XL
Esta es la cuadraginta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. En esta ocasión dedicada a la Capilla de San Ildefonso y regalo especial de aniversario a su mujer desde hace 22 años, Sonia. Muchas felicidades a los dos
“Para sacar el máximo rendimiento de la alegría
Mark Twain
hay que tener con quien compartirla”
En mi pueblo, en las bodas, cuando los novios salen de la iglesia las campanas repican para que todo el mundo sepa que la ceremonia ha terminado en un “sí quiero”. El padrino lanza monedas y caramelos dentro de un charco, que por allá arriba siempre los hay, para que los críos se peleen por ellos. Los días previos Patricio, el pregonero, ha “cantado” las amonestaciones, y la noche anterior los “quintos” han amenazado al padre de la novia con llenarle la casa de paja si no se paga unos vinos en la taberna de Roque. Todo el mundo está invitado a la fiesta y nadie se la pierde, al diablo con las riñas por las lindes, porque la comida y la bebida es gratis y eso no se perdona por mucho que el abuelo del novio se quedara hace 40 años con un par de fanegas de un campo que tu padre tenía en Nogaleas. Los tableros corridos, repletos de empanadas, quesos, embutidos, porrones y botijos, forman largas hileras en la era y las sillas prestadas se diseminan casi siempre abandonadas porque la orquesta o en su defecto el tío Arturo con su acordeón animan al baile improvisado y algo disparatado, cuidado con las moderneces, casi siempre a ritmo de pasodoble..
Al menos antes era así. Ya no, lo primero porque no se recuerda cuando fue la última vez que hubo una boda en mi pueblo, no digamos ya un bautizo. Y si hubiera alguna ahora se celebra “al estilo de la ciudad”, con novios e invitados impecablemente ataviados más preocupados por no mancharse que por disfrutar de los langostinos y la pierna de cordero de un banquete celebrado en el recargado salón principal de un restaurante a las afueras de Ponferrada. Me hubiera gustado que la mía hubiese sido como aquellas que viví de chaval en un pueblo perdido del Bierzo que viaja a pasos agigantados camino del abandono. Pero lo cierto es que no puedo quejarme, porque en primer lugar me casé en uno de los lugares más hermosos y con más Historia de Alcalá de Henares, la Capilla de San Ildefonso, y en segundo lugar y lo más importante porque lo hice, un 12 de junio de 1999, hace ya veintidós años, con la que es y sé que siempre será la mujer de mi vida.
Y lo que es más importante todavía, ella lo hizo conmigo, a propósito, y sin estar embarazada, por mucho que algunos lo pensaran debido a la celeridad de los preparativos. Una inminente emigración a Bogotá para incorporarnos como docentes en una Universidad privada extremadamente católica fue la causa de tanta premura, pero en ningún caso diría que tuvo la culpa. Tarde o temprano habríamos dado ese paso, aunque yo hubiese preferido que nos casara un juez. Probablemente me habrían caído 30 años y un día y con algo de suerte y buena conducta igual ya me habrían dado la condicional. Aunque si de la buena conducta dependía…
El caso es que nos casó un cura, primo de mi suegro, cacereño y algo rojo para más señas, porque para casarte en la Capilla de San Ildefonso, privilegio reservado a alumnos de la Universidad de Alcalá, tenías que poner tú el cura. Lo que en este caso fue un alivio, porque si nos llega a casar el páter que en la charla prematrimonial nos soltó entre otras lindezas que si los maridos nos masturbábamos las que cometían pecado mortal eran las esposas por empujarnos con su indiferencia a tan mundanas bajezas, pues igual tenemos lío. Ya andaba yo algo nerviosillo esa tarde como para aguantar tonterías al Opus Dei, con la que estaba cayendo fuera. Porque fuera estaba cayendo la de Dios es Cristo, ya no en forma de diluvio universal concentrado en una tormenta de verano, sino de granizada de las de chichón y carrocería abollada. De nada sirvió que la novia cumpliendo con la tradición llevara la protocolaria docena de huevos al convento de las clarisas de San Diego sito en la calle Beatas a escasos metros del lugar de nuestro casamiento. Mejor hubiera sido ahorrarse los huevos y dejarse el dinerito comprándoles a las monjas sus famosas garrapiñadas con giro de torno incluido, igual hubiesen puesto algo más de empeño en sus rezos pro tarde soleada. Tenía yo además metido un poco el miedo en el cuerpo, y no precisamente por el cambio inminente de mi estado civil. Frente a nosotros, arrodillados ante el altar, se mostraba majestuoso el sepulcro del Cardenal Cisneros, sepulcro en el que había oído comentar a alguien de pasada mientras esperaba a la novia no se encontraba el cuerpo del finado, a lo que me dio por pensar que se había escapado de la tumba y que lo mismo andaba haciendo de las suyas entre mis sufridos y empapados invitados. Más tarde averigüé que el cuerpo del Cardenal está enterrado en la Catedral Magistral, y que su sepulcro, trasformado desde entonces en cenotafio, fue separado de su dueño hace algunos años para ser devuelto a su ubicación original. Como nos gusta en este país mover a los muertos de un lado para otro.
Un intercambio de anillos y unas promesas en la riqueza y en la más habitual pobreza y en la casi siempre presente salud y en la enfermedad bajo un impresionante artesonado de madera mudéjar y rodeados de yeserías delicadamente decoradas dieron paso a las protocolarias fotos familiares y a la típica lluvia de arroz que no desmereció para nada a la líquida caída del cielo previa a la ceremonia. Las campanas de San Ildefonso no repicaron para anunciar al mundo nuestro enlace. Y no lo hicieron por una razón muy simple, no estaban. Mandadas fundir por el Cardenal Cisneros con los bronces de los cañones que tomó durante la conquista de Orán en 1509, el conde de Quinto, provisional pérfido dueño de la Capilla hasta que la Sociedad de Condueños se hizo con los edificios que formaron la antigua Universidad Complutense, se las llevó sin ningún miramiento, como hizo con otros muchos objetos de gran valor artístico e histórico, a donde le pareció conveniente. Así que nos quedamos sin campanadas, ya me cansaría de ellas en mi primer hogar alcalaíno bajo la torre de la Magistral.
Hora de dirigirse al restaurante, un histórico de los banquetes de boda en Alcalá de Henares, el Oliver`s del Paseo de la Estación. Y “Forito”, mi fiel montura, un Ford Fiesta Pachá Plus blanco sin aire acondicionado y elevalunas eléctrico sólo para el conductor, mi Rocinante compañero infatigable de viajes y batallas, esperando fuera a que la nívea novia le hiciese el honor de convertirle en su primera calesa como mujer casada. Pobre iluso, mal pagaron tus pasados y futuros servicios, y aun así tu nobleza y lealtad nos regaló con tu infatigable coraje un viaje de novios por tierras extremeñas y andaluzas, Parador tras Parador desde Guadalupe hasta Cádiz. Ay mi “Forito”, cuantas aventuras juntos.
Al menos finiquitada la cena, escasa para mí y mis amigos colchoneros que disfrutamos más entre cervezas de la barra de la cafetería de la victoria, penúltima en muchos años, 3 a 1 del Atleti sobre el Real Madrid, terminado el baile y agotada la barra libre, sí nos llevaste al hotel donde pasaríamos nuestra noche de bodas. La primera de tantas y tantas. Veintidós años después seguimos viviendo en una eterna luna de miel, y así será mientras la vida nos de tregua, porque las mañanas en Alcalá invitan a la alegría, las tardes estimulan la felicidad, y las noches incitan al amor.
“Que el corazón no se pase de moda
Joaquín Sabina
que los otoños te doren la piel
que cada noche sea noche de bodas
que no se ponga la luna de miel”
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