El día que porque sí nos fuimos para el otro lado.

Cien razones para amarte XII

Esta es la decimosegunda entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Esa mañana, sin motivo aparente, nos dio por girar a la derecha. No recuerdo exactamente de que clase o profesor huíamos, pero es más que probable que fuera de contemporánea y de Ricardo de la Cierva, cansados de oírle quejarse cada 5 minutos de que a pesar de que aun era capaz de escribir 2 libros al año, el inútil del ministro Solana le obligaba a jubilarse al término del presente curso. Eso cuando no nos recordaba que su tío inventó el autogiro o que su padre fue asesinado por las hordas rojo-judeo-masónicas en Paracuellos del Jarama. Sí, es el mismo Ricardo de la Cierva en el que estáis pensando, ministro de Información y Turismo con UCD y ferviente defensor de la dictadura franquista.

La cuestión es que, tras un breve pero intenso debate sobre los pros y los
contras de la decisión que estábamos prestos a tomar, mi compañero alcarreño Jesús y yo descartamos la opción de soportar una vez más esa especie de mitin político que nada tenía que ver con la asignatura impartida y ocupar esa hora en menesteres más útiles y placenteros para nuestro cuerpo y alma. Por lo que decidimos abandonar el edificio sede de nuestra Facultad y dirigirnos a nuestros abrevaderos habituales de la calle Mayor y alrededores. Atravesamos, de dentro a afuera, con el espíritu henchido por la perspectiva de libertad, las colosales puertas exteriores de madera del Colegio de Málaga, y nos encontramos, como en tantas otras ocasiones, frente a las ruinas de la Iglesia de Santa María la Mayor, básicamente unas cuantas piedras y una erecta torre coronada, como casi todas las torres de Alcalá, por un nido de cigüeñas.

Ocurrió entonces, en el breve espacio de tiempo en el que los coches nos impedían cruzar la calle espoleados por el privilegio que les otorgaba el semáforo en verde a continuar con su marcha, que a Jesús se le ocurrió preguntarme, con ese tono que da la certeza de que el interrogado desconoce la respuesta, si sabía el porqué del nombre de la calle en la que se hallaba ubicada nuestra facultad. Y tal como él suponía de antemano, y por muy extraño que parezca, yo ignoraba la solución a tan en principio sencilla cuestión. Así que como la ignorancia voluntaria no entraba dentro de nuestra forma de entender la vida, al menos cuando darle fin no suponía un esfuerzo excesivo, esa mañana, contraviniendo nuestra natural tendencia a buscar refugio en la asiduidad, nos arrojamos voluntaria y arrojadamente a la aventura de conquistar nuevos territorios complutenses hasta ese momento vírgenes a nuestro conocimiento y descubrir a que causa o motivo debía la calle Colegios su denominación.

Creyéndonos modernos Holmes y Watson, o más bien Mortadelo y Filemón tridimensionales, decidimos que para descifrar un misterio lo mejor era el trabajo de campo, la investigación presencial del lugar. Pero en esa nuestra primera andanza con la intención de conocer hasta donde alcanzaba su existencia física y que secretos escondía, no llegamos muy lejos. Apenas unos metros, concretamente hasta el edificio que daba pared con pared con el Colegio de Málaga: el Antiguo Real Colegio-Convento de Agustinos Calzados de San Agustín, en la actualidad, la de ese día y la de ahora,
sede de los juzgados de Alcalá. Y en unos juzgados, entre otras muchas cosas, se celebran bodas. Y las bodas tienen novios. Y los novios tienen testigos. O no. Porque mientras caminábamos nerviosos y algo preocupados, seamos sinceros, no por lo que pudiéramos encontrarnos sino por la aterradora perspectiva de lo que pudiéramos no encontrar, o sea, un bar donde acompañaran el botellín de una tapa decente, una joven pareja cuyos ojos delataban un incondicional amor mutuo, y el abultado vientre de ella un embarazo no buscado aunque seguro que ya sí deseado, interrumpió nuestro iniciático paseo para casi suplicarnos uno de los favores más hermosos que nunca me han pedido: que fuéramos sus testigos de boda en lugar de unos no muy formales amigos que les habían dado plantón. Y así fue como entré por primera vez en los juzgados de Alcalá. Y si esperabais que añadiese “y por última” pues va a ser que no. Pero esa es otra historia que no estoy seguro si alguna vez contaré.

Después de una corta pero emotiva ceremonia oficiada por un juez con más ganas de acabar su semana laboral que de conmoverse por las enternecedoras muestras de cariño de nuestros “ahijados” casuales, salimos del edificio y, a instancias de los novios deseosos de, a pesar de sus confesadas apreturas económicas, invitarnos a festejar el jubiloso acontecimiento que acabábamos de celebrar, nos lanzamos a la búsqueda de un lugar cercano y adecuado para brindar por la prosperidad y felicidad de los recién casados. Cruzamos la calle, y de bruces nos encontramos con el Antiguo Colegio de Teólogos de la Madre de Dios, fundado por el mismísimo Cardenal Cisneros, mucho más tarde trasformado en cuartel de la Guardia Civil, y más tarde aun y ya hasta nuestros días en sede del colegio de abogados. Picoletos y letrados. Nuestras jóvenes mentes revolucionarias y simplistas no pudieron evitar pensar que hay edificios que no tienen suerte con sus inquilinos. Pero al menos dimos certeza a algo que ya habíamos empezado a sospechar al conocer el nombre del inmueble que había quedado a nuestras espaldas, la causa a la que la calle Colegios debe su nombre.

No tuvimos que buscar mucho. En el callejón de Santa María, un pequeño pasadizo adoquinado que conecta la calle Colegios con la Plaza Cervantes flanqueado por la parte trasera de la Capilla del Oidor, encontramos el lugar ideal para compartir unas jarras de cerveza, unas patatas bravas y unos pimientos rellenos de bacalao: la cafetería de la Real Sociedad Deportiva Alcalá. Fue el primero de los muchos momentos inolvidables que pasé en ese sitio. Algunos trascendentales en mi vida. En una de sus mesas escondidas al final de su sala principal, donde una extensa barra de bar de oscura madera gobernaba orgullosa y señorial la estancia, sellé con un beso el principio de una relación que está tan viva hoy como entonces. Testigo de esos momentos, David, junto a su padre y hermanos, lanzaba voz en grito comandas a su madre que en la cocina con cariño y mano experta preparaba las viandas que, por este orden, alimentaban nuestro olfato, vista, gusto y estómago.

Años más tarde en su nueva casa, Las Retintas, en muchas ocasiones acompañados de su hermana Concha y su pareja Juan Antonio, amigos con derecho a lo que necesiten, seguiríamos rindiéndole asiduas visitas, la mejor tortilla de patatas de Alcalá obliga, interrumpidas momentáneamente por una pandemia que, si hemos tenido suerte, como mal mayor nos ha convertido en prisioneros por unos meses. Por desgracia para muchos no ha sido sólo eso. Así que no hay prisa, no tentemos a la suerte, sé que pronto volveremos a compartir unas risas yo a un lado de la barra, y él al otro.

Y de esta manera, como si de la de Don Quijote se tratara, terminó nuestra primera salida en busca de aventuras. Pero al contrario que el caballero andante cervantino, que regresó a su hogar molido por los palos propinados por un mozo con los restos de su propia lanza, nosotros lo hicimos felices y reconfortados en cuerpo, gracias al humilde pero suculento convite, y alma, al sentir como nuestra la felicidad de dos enamorados que nos convirtieron por azar en protagonistas secundarios de una historia de amor que estoy convencido, quiero y necesito estarlo, no ha terminado todavía. Y es que siempre que recuerdo aquel día los imagino celebrando su aniversario, rodeados de sus hijos y nietos, y contando a todos con los ojos humedecidos por la emoción como tuvieron que casarse casi a escondidas en un juzgado de Alcalá de Henares y como dos jóvenes universitarios desconocidos hicieron posible esa boda porque ese día decidieron, porque sí, en lugar de seguir su camino de siempre, irse para el otro lado.

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