Cien razones para amarte IV
Esta es la cuarta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. ¿A que ya estáis “enganchados” ;-)?
Hará unos 10 años, una cálida tarde de primavera, paseando con mi hija de la mano por la calle Colegios, al pasar junto al Colegio de Málaga la nostalgia, de repente, sin esperarla ni llamarla, decidió invadir mis pensamientos y tomar por unos instantes el mando de mi normalmente duro corazón. Nos paramos, y con la luz del sol que empezaba a esconderse en el horizonte centelleando sobre sus torres, nos quedamos contemplando el edificio que durante 5 años de carrera y alguno más de fallido doctorado había sido la fortaleza donde, usando a imperios romanos, inquisiciones españolas y revoluciones francesas como coartada, me escondía de una cruda realidad que el tiempo se encargaría de escupirme a la cara.
- Mira cariño, este es el cole de mayores en el que estudiaron mami y papi. Es un edificio muy antiguo y con mucha historia.
- Jo papá, si que sois viejos.
La lógica de la inocencia. Hubiese sido muy cruel derruir esa tierna ignorancia propia de los 5 años. Para qué perder el tiempo. La castigué una semana sin tele y sin postre y solucionado.
Aunque bien mirado, tenía razón. Entrar en el Colegio de Málaga era como viajar al pasado. Tenías la sensación de entrar en otra época, de formar parte de algo eterno, algo intangible y espiritual. Se podían casi oler las aventuras y las intrigas, las leyendas y los enredos de personajes que hacía siglos que estaban muertos. Y eso, para un joven soñador que daba sus primeros pasos para hacer realidad su meta de convertirse en historiador era pura magia.
Aun recuerdo el primer día de clase. Es imposible, con 18 años, los de hace 3 décadas, no los de ahora, entrar por primera vez a un aula junto a 200 desconocidos y no sentirse, cuanto menos, acongojado. Esa sensación de desamparo, de desasosiego, incluso de pánico, de saberse observado y examinado por todos, es algo que puede provocar que hasta el tipo más duro no pueda evitar que el miedo haga que sus calzoncillos muden de color. Fueron 3 minutos horribles…porque ese fue exactamente el tiempo que necesité para confraternizar con la que con el tiempo sería reconocida
como la élite estudiantil de la Facultad de Filosofía y Letras de Alcalá de Henares, por no decir de todo el campus universitario. Deseados por todas, envidiados por todos, foco de todo debate cultural y alma de toda fiesta que se preciara. Partíamos el bacalao. Éramos el faro que iluminaba el camino y el espejo en el que mirarse. ¿Ha colado? No, ¿verdad? Ya me extrañaba. Ese primer día de clase, como los toros que tienen querencia al corral, me senté en la últimas filas, con la esperanza de pasar desapercibido. Lo mismo debió pensar esa cuadrilla de desarraigados y semi perdedores con la que creé conciliábulo para salir airosos de esa sombría primera jornada.
Y lo logramos. ¡Vaya si lo logramos! Con el valor que da sobrevivir al paso de los días, comenzamos a percibir el edificio como nuestro. A sentir bajo nuestros culos los bancos astillados de los pasillos y en nuestras espaldas el duro frescor de sus paredes. A reconocer el crujir de sus antiguas puertas de madera al abrirse y a visitar los oscuros rincones que nunca nos creímos con el valor suficiente de profanar. A escalar los 34 escalones, custodiados por una nívea réplica de la “Venus de Milo”, que te llevaban a la segunda planta, mundo privado de arrogantes alumnos de segundo curso en adelante. A levantar la vista para admirar sobre la escalera imperial esa magnífica cúpula elíptica que años después sería “decorada” con un polémico feto al que muchos quisieron abortar por inapropiado pero que ahora, 25 años después, es tan de la casa cómo las cigüeñas que anidan en sus torres.
Y descubrimos que en realidad morábamos en el Colegio de San Ciriaco y Santa Paula, y que lo de llamarlo vulgarmente Colegio de Málaga era porque en el siglo XVII lo mandó construir un tal Don Juan Alonso de Moscoso, Obispo de Málaga. Y que en sus estancias estudiaron virreyes, arzobispos, catedráticos y, por supuesto, truhanes y gandules que cambiaban los libros por vino, las aulas por tabernas y el birrete de
estudiante por las capas de la tuna. Y que en uno de los patios teníamos nuestra propia “boca de la veritá”, una fuente con una cabeza de león que devoraba las manos de aquellos culpables de infidelidad que tenían el valor de introducir sus zarpas en su boca.
Era nuestro castillo. El refugio donde escondernos de los sinsabores y cuchilladas de la vida, nuestra “casa” del juego del rescate a la que acudir cuando el frío de la intemperie se abatía sobre nuestra alma. Así lo sentía yo y sé que así lo sentían mis compañeros, mis amigos, mis camaradas. Tantas aventuras, derrotas y victorias, hazañas, correrías y vilezas. En definitiva, cuantas hermosas, imborrables y maravillosas razones para amar un edificio que aun hoy, para mí, tantos años después, es mucho más que simples paredes, techos, puertas y ventanas.
Serie de artículos completa CIEN RAZONES PARA AMARTE
— CONTENIDO RELACIONADO —