Cien razones para amarte IX
Esta es la novena entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Finales de septiembre, principios de octubre. No lo tengo claro, para el caso da lo mismo. Año 89, eso seguro. El año en que empecé la carrera. Y sí, jodidos críos, se podría decir que ha pasado un siglo, más aún, un milenio. Mi mochila ya va cargada de unas cuantas primaveras. Y de experiencias, no siempre buenas, pero todas útiles. De momentos para olvidar, los menos, e inolvidables, los más. El primer amor y el primer beso; el primer concierto y la primera cerveza; el día de mi boda o el nacimiento de mi hija. Cuando veo nevar en el campo o un arco iris en el desierto… Y a veces acontece que contemplas algo tan hermoso y especial, por mil razones diferentes o por una sola, eso poco o nada importa, que ese instante en que se mostró virginal a tus ojos queda grabado en tu memoria para siempre. Y eso es lo que me sucedió a mí cuando, una mañana de finales de septiembre o principios de octubre, se reveló a mi mirada por primera vez la fachada de la Universidad de Alcalá.
Caminaba con más miedo del que se le presupone a un joven cosladeño de 18 años hacia mi primer día de clase. Sin conocer aun las calles y callejones que hacían más corto el trayecto entre mi facultad y la estación de tren mis pies hollaban la acera de la por aquel entonces todavía abierta al tráfico Calle Libreros. A lo lejos, bulliciosa y maltratada, podía admirar las primeras columnas de la Calle Mayor.
Ojalá, pensé, me sobrara algo de tiempo para inaugurar mi magisterio complutense pateando sus adoquines antes de encerrarme entre las cuatro paredes de un aula que empezaba a suponérseme carcelaria. De repente, a mi izquierda, al fondo de una pequeña calle que más tarde averigüé denominarse Bedel, vislumbré apenas durante unos segundos la fachada marmórea de un edificio que sin duda era el famoso Colegio de San Ildefonso. Mis piernas, más conscientes en ese momento que mi entendimiento de lo que acababa de revelarse a mi vista, se negaron a seguir desplazando al resto de mi cuerpo hacia su destino sin que antes me detuviese a admirar tan monumental belleza. No sé cuanto tiempo estuve allí parado, de pie, anonadado, flipado, alucinado, extasiado y todos los “ados” que se os puedan ocurrir. Pero inevitablemente llegué tarde a mi primera clase, viéndome postergado a los asientos de las últimas filas, lo que condicionó mis futuras compañías, y recibiendo como bienvenida la fulminante mirada de Doña Dolores Cabañas, profesora de medieval y decana de la facultad.
Cuando el Cardenal Cisneros fundó la Universidad de Alcalá era consciente de que estaba creando algo que sobreviviría al paso de los siglos y que se convertiría en el alma y símbolo de toda una ciudad. Y como quería disfrutar de su obra en vida, y era un poco “cagaprisas”, consiguió que en menos de 10 años Pedro Gumiel, a base de usar ladrillo y adobe, levantara los edificios para que los alumnos pudiesen empezar a recibir su docencia. Evidentemente esa primera fachada no era la fastuosa que ha llegado hasta nuestros días, levantada unos cincuenta años más tarde bajo las órdenes del maestro cantero Rodrigo Gil de Hontañón. En realidad la primera construcción era tan poco llamativa que hasta Fernando el Católico le vaciló al Cardenal Cisneros con algo así como un “pues vaya, ¿y tanto para esto?”. A lo que éste respondió bastante picado y en latín que jode más “en luteam olim celebra marmoream”, famosa frase inscrita en el patio de Santo Tomás de Villanueva y que viene a significar algo así como que otros harán en mármol lo que yo hice en barro. Vuelva usted a por otra Su Majestad
Del estilo, partes, elementos, materiales, decoración y demás datos referidos a lo estrictamente material y tangible de esta obra maestra de nuestra arquitectura no voy a hablar. ¿Para que hacer un copia y pega de algo que todos podemos encontrar con una sencilla búsqueda en Internet? Datos seguramente interesantes para aquellos que no quieren quedarse únicamente en las emociones y sensaciones que el arte despierta, de manera especial y diferente, dentro de cada uno de nosotros. Yo, hoy, al sentarme en un banco de la Plaza de San Diego, a la sombra de sus añosos y majestuosos árboles, y observar la fachada, no puedo dejar de imaginarme a Francisco de Quevedo, Ignacio de Loyola, Tomás de Villanueva, Isidra de Guzmán, Luis de León o al mismísimo Forges entre otros muchos ilustres estudiantes de esta Universidad franquear su solemne pórtico y deambular por sus entrañas, pidiendo un deseo en el pozo del patio Trilingüe o participando ya sea como víctimas o como verdugos en esa antigua costumbre de mantear o hacer caer encima “la gran nevada” o lluvia de escupitajos a los estudiantes con suspensos que pasaban por el patio de Filósofos, tal como Mateo Alemán describe magistralmente en su Guzmán de Alfarache.
Pero sobre todo no puedo dejar de recordar el día de la ceremonia de mi graduación, en el mismo Paraninfo donde muchos de los más grandes literatos de la lengua castellana han recibido el Premio Cervantes. Fue un soleado día del mes de abril de 1994, sí, hace ya un saco de años, no volvamos otra vez a divagar sobre mi senilidad. Amaneció temprano, lógicamente, de la misma manera que anochece tarde, y a las 9 de la mañana, 3 horas antes del inicio de la función, ya estaba disfrutando de la compañía de mi buen amigo y compañero de carrera Jesús Espliego en la cafetería del rectorado, templando mis nervios a base de copas de pacharán que a mi me sentaban peor que a él, armado como estaba con el aguante propio de un alcarreño de pura cepa. Nervios que no se debían, ni mucho menos, al hecho de que fuera a recibir delante de cientos de personas el diploma que acreditaba la validez de mis logros académicos. A esas alturas de mi vida la timidez no era precisamente una de mis cualidades más representativas. Si no más bien a que era el día elegido por mi entonces novia y en la actualidad parienta para presentarme oficialmente a sus padres, que acudían orgullosos al solemne acto del que su hija era una de los protagonistas.
Creo que fue la primera vez, y no sería ni mucho menos la última, que se avergonzó de mí. Hasta tal punto que con toda lógica decidió postergar el momento de las presentaciones a otra ocasión más propicia en la que los efectos del licor fueran menos notorios y mi imagen, claramente malograda por una vieja americana marrón a cuadros y una corbata verde chillón del pato Lucas, estuviera más acorde con la de una persona formal y con el edificio en el que nos encontrábamos. Ahora nos reímos, pero telita con el mozo.
Se podría pensar que es obsesión, manía, o incluso locura. Pero no exagero si digo que han sido miles las veces que he pasado al lado de la fachada de San Ildefonso y que no ha habido una sola ocasión en la que no me haya detenido aunque sea un pequeño instante y le haya dedicado un momento de atención. Y sé, con toda certeza, que no soy el único.: Decidme pues, si es locura, o en verdad, indudablemente, se trata de amor.
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