¿Recuerdas cual era tu juguete preferido cuando eras un niño?

Cien razones para amarte LXXXIII

Esta es la Octogésima tercera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. Las fotografías que acompañan esta entrega son obra de la mirada desde el objetivo de su cámara de Carolina Delgado

“Nosotros los juguetes lo podemos ver todo”.

Woody en Toy Story

De todas las salas de exposiciones que hay en Alcalá si tengo que elegir una como mi favorita esa es sin duda el Antiguo Hospital de Santa María la Rica. Escondido en una pequeña calle de tocayo nombre, apenas recorrida por seminaristas diurnos y jaraneros nocturnos, al igual que sucede con un gran número de edificios de la ciudad, entre sus muros oculta siglos de una heterogénea Historia ocupada por enfermos mal asistidos, mendigos condescendientemente socorridos, reclusos más o menos culpables, picoletos de los de capa y tricornio, bomberos aún lejos de ser objetos del deseo en la portada de un almanaque, policías pitufadores de pitufas y de multas y concejales de cultura no siempre cultos.
Hogar eventual de cuenta cuentos a la caza de emociones palabra en boca, sonsacándonos risas y lágrimas según les convenga a base de gesto y verborrea. Y espacio para decorar paredes y vitrinas con todo tipo de relatos figurativos, para recordarnos el pasado, mostrarnos el presente o advertirnos del futuro. Ahora casi todo es arte, que lo importante es expresarse ya sea con pinceladas deconstruidas, instantáneas de teléfono móvil o latas recicladas de refrescos.

Juguetes para adultos. No, no seáis mal pensados, no va por ahí la cosa. Va de muñecos cabezones de plástico. Va de juguetes, paradojas de la vida, para no jugar. Va de nostalgia y, por qué no reconocerlo, de inmadurez. Va de gastarse una pasta gansa en chorradas que nos retrotraen a nuestra infancia y juventud, de muñequitos de Mázinguer Z, de Los Cazafantasmas o de Freddie Mercury, de vinilos de Siniestro Total, de los Sex Pistols o de Enrique y Ana, de ir al cine al reestreno de Los Goonies o de tragarse en Somos las películas de Parchís, de álbumes de cromos del mundial 82 y de camisetas estampadas con imágenes del coche fantástico o de ET surcando el cielo en la cesta de una bicicleta. Va de Funkos Pop. Y de la exposición de más de 2700 figuras con la que aluciné estas navidades en Santa María la Rica. Una verdadera pasada, un auténtico ejercicio de voluntad acompañado seguramente de mucho tiempo libre y una cartera bastante boyante. Un tipo que reúne este pedazo de colección y tiene a bien compartirla con nosotros durante unos días. Mola mazo como diría Camilo Sexto, ya que nos ponemos melancólicos. Eso sí, se mira pero no se toca. Como ya he dicho, juguetes para no jugar. ¿No os parece que a veces somos un poco jilipollas?

Subo a la planta de arriba y ahí sí, ahí me encuentro con juguetes para jugar. Antiguos muchos de ellos incluso para mí, que pasé mi niñez ya no en el siglo pasado, sino en el milenio. Pero las canicas, las chapas, las peonzas, esos los he vivido y los he disfrutado en la calle, junto a mis amigos, los mismos a los que llamaba tramposos porque alargaban el palmo para embocar en el gua o acercaban el garbanzo a mi portería cuando jugábamos al fútbol-chapa. Al final molaban mucho más, las canicas, las chapas, las peonzas y mis amigos, que el tren eléctrico o el madelman que alguna vez dejaron los Reyes Magos junto al árbol de Navidad. De Papá Noel se encargaban los abuelos, ahí nunca faltaban calcetines y calzoncillos junto a una bolsa de caramelos excedentes del botín, o más bien saqueo, de la cabalgata del año anterior. Y luego, verdadera estrella del entretenimiento infantil masculino, el sexismo incrustado en nuestras mentes desde la niñez, estaba el balón de fútbol. De dos a cien jugadores. A veces éramos tantos en cada equipo que podían pasar horas hasta que pudieras darle un puntapié a la pelota.

Tantos juguetes para nada. Caprichos instantáneos protagonistas de una semana de gloria que acababan olvidados en el fondo de un armario, futuras herencias de primos más pequeños o de recogidas solidarias de la parroquia. Símbolos del despilfarro de un primer mundo que derrocha prepotencia a costa de la pobreza de otros. De la miseria de niños que no saben lo que es un patinete, una muñeca o un estuche de pinturas. De niños que no saben lo que es jugar, porque jugar a la guerra para ellos no es un juego, es su realidad, y jugar a las cocinitas sería una ironía demasiado cruel. Niños sin sonrisa, ¿puede haber algo más triste? Les haría mucha gracia saber que aquí nos gastamos veinte euros en muñequitos cabezones de plástico para guardarlos en una vitrina. O tal vez no. En Santa María la Rica, una vez más, las viñetas más sangrantes me dieron una bofetada de cruda realidad. Y aun así no aprendo. Qué fácil es mirar para otro lado y olvidar.

No recuerdo con claridad cual era mi juguete preferido cuando era un niño. Tal vez la nave espacial de los clicks de Famóbil o el Exin Castillos, quizá jugar a detectives con el Cluedo, siempre era el mayordomo con el candelabro en la cocina, o sentir por primera vez el ficticio poder del dinero cuando mi hermano caía en la casilla de la calle Serrano en el Palé, versión castiza del internacional Monopoly. Pero sí recuerdo las horas que pasaba en la calle jugando con mis amigos, antes de que empezasen a proliferar los carteles prohibiendo jugar a la pelota y pisar el césped, mucho antes de los tiempos de las videoconsolas y la sobreprotección paternal provocada por el exceso de información y el miedo. Cuando hacíamos porterías con abrigos y mochilas y marcábamos el suelo con rayuelas y agujeros para las canicas. Cuando fabricábamos pistas de ciclismo para chapas sobre la arena y cambiábamos cromos de futbolistas con la esperanza de acabar el álbum o al menos la doble cara de nuestro equipo favorito. Cuando corrías para rescatar a tus compañeros o tratabas de hacer reír a Yoli a Chiqui o a Vicentito para que se movieran y tuvieran que volver a la línea de salida del escondite inglés. Antes de que los coches y el mundo de los adultos lo invadieran todo, cuando un grito de tu madre desde la ventana te advertía de que era la hora de la merienda. Subías a por el bocata y volvías a bajar, a seguir con la peonza entre bocado y bocado al pan con chorizo de Pamplona, ¡cuántas veces no habrá terminado en el suelo! No pasaba nada, la ley de los cinco segundos, lo que no mataba, engordaba.

Me hubiera gustado que mi hija hubiese podido disfrutar de todo eso aquí en Alcalá. Que cuando sea adulta tuviese los recuerdos que yo tengo de todos los chicos y chicas de mi barrio. Ella apenas conoce a nuestros vecinos de su edad. En realidad, suena demasiado triste, ya nadie apenas conoce a sus vecinos. El colegio y las extra escolares han vertebrado sus amistades. No está mal, algunas lo serán para toda la vida. Pero falta algo, ese percibirse a uno mismo como parte de tu barrio, esa sensación de pertenencia que casi cuarenta años después todavía me acompaña, y por la que, aunque ya llevo más de veinte años viviendo en esta ciudad, siempre sentiré que en el fondo soy de Coslada, por muchas razones que tenga, hasta cien y alguna más, para amar a Alcalá de Henares.

“Los juegos son la forma más elevada de la investigación”.

Albert Einstein

— CONTENIDO RELACIONADO —