Cien razones para amarte LXXXVIII
Esta es la Octogésima octava entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
“Vamos a tocar un rock and roll a la plaza del pueblo,
Tequila
Vamos a tocar un rock and roll a la plaza mayor…”
A veces pasan estas cosas. Vas al mercado con la idea de comprar algo en concreto y te
vuelves a casa con de todo menos precisamente eso a por lo que ibas. O estás haciendo la
maleta para irte de vacaciones y cuando llegas a tu destino te das cuenta de que te has dejado encima de la cama tu camiseta favorita. O peor, el cargador del móvil. O todavía más peor, tragedia de griegas proporciones, el móvil. Pues casi. Estoy llegando a los capítulos finales de este recorrido centenario y si me descuido me dejo el móvil, el cargador, la camiseta y el cuarto y mitad de morcillo para el cocido. Todo a la vez. De locos, ya me vale, he estado a punto de olvidarme de hablar de la plaza del pueblo, nada más y nada menos. Del corazón de la villa, del centro neurálgico de la ciudad, de su alma en formato rectangular, de la esencia complutense manifestada en espacio físico, de ese lugar donde todo confluye y de donde todo emana. Porque da igual a donde vayamos, desde allí sabremos ir, y no importa donde estemos, a ella siempre sabremos llegar. Es la Plaza Cervantes, estaba claro, de Perogrullo.
La Plaza del Mercado. Extramuros. Con su feria anual medieval por gracia de Alfonso VIII de
Castilla. Negocios, trueques, ganado, verduras, cazuelas, bufones, pícaros, boñigas de vaca,
trovadores, saca muelas, prostitutas, alguaciles, amigos de lo ajeno, potajes, vino,
maravedíes, monjes con barriga, aves estofadas, soldados bravucones, alcahuetas,
pendencias, risas, bailes y amoríos. A las afueras de la vida ortodoxa, de la serenidad de los
hogares, al otro lado de la muralla, en los extrarradios de la ciudad. Demografía y urbanismo
mandan. Pasan los siglos como si fueran años para Alcalá. Apenas poco más que quinceañera, y la Plaza del Mercado ya forma parte de la ciudad, las murallas la han sobrepasado y la ha envuelto la Universidad. Escenario de todo tipo de festejos, enclave principal urbano, nueva sede del concejo y límite jurisdiccional entre el municipio y la institución cisneriana. Si un estudiante se metía en líos más le valía correr, que unos metros de diferencia bien podían librarle de las incomodidades de la mazmorra municipal y de los excesos de celo laboral de sus carceleros.
Y un Corral de Comedias, de los de antes, de los de al aire libre, con su patio empedrado, sus gradas, sus aposentos y su cazuela para las mujeres, renombrado gallinero para la posteridad por obra y gracia de Lope Lopillo, galán y granujilla estudiante complutense, que con su travesura y su kikiriki le regaló al lenguaje popular otro pequeño espacio en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Un corral de comedias, por qué no presumir, más antiguo que el de Almagro. Y mutante, adaptándose siempre al paso del tiempo y de las modas. Techado y copulado, que le pusieron cúpula quiero decir, para transformarlo en coliseo neoclásico, cuando el canto y las orquestas de cámara estuvieron en boga. Pintarrajeado y rodeado de palcos para darle boato al romanticismo decimonónico, ese que sumió a la literatura, salvo en muy contadas ocasiones, en un alarde de mal gusto. Que nadie se me enoje, esto es una opinión personal que no está basada ni de lejos en el buen criterio, algo de lo que indudablemente carezco, existen innumerables pruebas de ello en mi biografía. Y volviendo al corral de comedias, convertido por último en sala de cine cuando el séptimo arte casi le ganó la batalla al teatro, antes de caer en el ostracismo, quien sabe si por culpa de las taquillas de colas exiguas, los centros comerciales a la americana o el vídeo asesino de estrellas de la radio. Muerto, restaurado y resucitado. El teatro está vivo, más que nunca. A pesar de Netflix y de HBO.
Plaza de Cervantes número 7. Eso ahora, en 1607 a saber qué número era, y desde luego no era de Cervantes, aunque ya hacía dos años que nuestro más ilustre conciudadano había publicado la primera parte del Quijote. Pero para tanto no daba su fama todavía. La casa consistorial de Alcalá de Henares tiene nueva sede, todavía podemos ver una columna
con el escudo complutense esculpido en su capitel como recuerdo de aquel desaparecido
edificio. El ayuntamiento ya no se moverá más que apenas unos metros, al número 12, hacia
su derecha, suena peligrosa y tristemente premonitorio, al Convento de Agonizantes de la
Orden de Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos de San Carlo Borromeo y de San Camilo de Lelis. A quien se lo aprenda de memoria una piruleta de regalo. Desde 1870 hasta
nuestros días sede del consistorio, la casa de todos, aunque la ocupen unos pocos. Con su
balcón para los pregones, su salón de plenos, su torre de cuatro lados con cigüeña incluida y
su reloj relativamente nuevo de tres esferas, dejando huérfano uno de los flancos, que para
todos no daba el presupuesto a pesar de haberle vendido el anterior cronógrafo comunitario
al ayuntamiento de Meco.
Casi de frente, el Círculo de Contribuyentes. El Casino, la sede de la Sociedad de Condueños, los de las láminas de a cien reales, los que hicieron posible que Alcalá haya vuelto a tener Universidad y que sea Patrimonio de la Humanidad. Que menos que hacerles una
casita en el centro de la ciudad para que se reúnan, fumen puros y jueguen a la brisca o al
billar. Se le dice al arquitecto municipal, un tal Martín Pastells, y manos a la obra, a base de
ladrillo visto y en estilo mudéjar para agosto de 1893 todo listo para la inauguración por todo
lo grande. Con su barómetro, que no reloj, elaborado nada más y nada menos que por el
cónsul general de Suiza en España, decorando la cabecera de la entrada principal. Mejor saber el tiempo que la hora, que por entonces la que daba de comer era la agricultura por mucho que se hablara de montar fábricas de gusanos de seda.
Toda plaza que se precie tiene que tener su estatua. La Plaza Cervantes tiene un monigote. Mejor dicho, tiene el Monigote. Así llamamos a Don Miguel de Cervantes los que nos vanagloriamos de ser colegas suyos. Bueno, a lo mejor tanto como colegas es pasarse, dejémoslo en vecinos. No es ninguna tontería de estatua, más de dos metros de altura y 750
kilos de bronce dando forma al más grande ingenio de las letras españolas. No en vano es
obra de un escultor italiano, Carlo Nicola Manfredi, y eso da categoría. Casi siglo y medio
dando sombra y siendo punto de encuentro, el sitio ideal para esperar a amigos impuntuales
delatados en su tardanza por el reloj del ayuntamiento. La espera se hace más corta charlando en silencio con el manco de Lepanto, o viendo saltar a los niños desde su pedestal decorado con cuatro relieves de escenas del Quijote. Esos vi yo como los ponían, hace ya más de media vida mía, un grano de arena en el tiempo para una ciudad eterna.
Toda plaza que se precie un poco más tiene también un quiosco de música. Lo de los bancos, los rosales y algún que otro árbol se sobreentiende, casi en cualquier plazoleta, hasta en Torrejón. Pero un quiosco de música ya es otro nivel. Y ya ni hablamos si viene con baños
públicos debajo, aunque la limpieza, aquí lo que es de todos nos la suda un poco a la mayoría,
no invite a hacer uso de ellos si no es estrictamente necesario. Para levantarlo, otra vez el
arquitecto municipal, el del Casino. Conciertos, actos políticos, misas, concursos de disfraces,
entregas de medallas, exhibiciones de baile, mítines de manifestantes. Todo lo imaginable,
como tiene que ser. Hierro y cemento al servicio de todas las causas, incluso las perdidas.
Habría sido imperdonable olvidarme de la Plaza Cervantes. Y fuera de toda lógica. Son muchos los recuerdos que tengo de momentos maravillosos vividos en ella. Los paseos los
domingos por la mañana en primavera, recorriendo las casetas de la feria del libro en busca
de la próxima novela que me haga soñar o el siguiente poema que le ponga música a mis
pensamientos. Los conciertos en las noches de agosto, saltando, cantando, bailando, viviendo una eterna juventud que dura ya más de treinta años. Fotos navideñas bajo bolas luminosas gigantes, abrazado a la amistad, que va mucho más allá que cualquier otra cosa en el mundo, porque la eliges tú y no entiende de sutilezas ni fragilidades. Y muchos otros instantes de felicidad que, en ocasiones, cuando me acerco desde la calle Libreros o el callejón de Santa María, me vienen a la memoria sin previo aviso y me afianzan en mi convicción de que hay más de cien razones para amar Alcalá de Henares y que una de ellas es la Plaza Cervantes. La plaza de mi pueblo.
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