Cien razones para amarte LVIII
Esta es la Quincuagésimo octava entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Musa, la máscara apresta, ensaya un aire jovial
Rubén Darío
y goza y ríe en la fiesta del Carnaval
Desenfreno, libertinaje, algo de lujuria y un poco de disipación. Sin llegar a la depravación ni a la inmoralidad, que ni somos romanos celebrando las saturnales o adorando al traviesillo Baco, ni egipcios desparramando en honor del dios toro Apis, aunque los que saben dicen que de por ahí debe de venir el invento carnavelesco. No hará falta caer en el desmadre, pero cerquita andará la cosa. Dejándose llevar, una pizca de locura nunca viene mal, que nos vamos a tirar seis semanas, salvo bula mediante, sin poder comer carne los viernes. Eso sí, todos disfrazados, con máscara a ser posible, que no se nos vean las caras. Por mucho que sea época de fiesta y permisividad es mejor que no nos reconozcan por si la cosa se sale de madre, que una vez enterrada la sardina la vida vuelve a su cruel rutina y el vecino del quinto no tiene porqué saber que era tu cabeza la que estaba metida entre los pechos de esa rubia disfrazada de tirolesa.
Y es que vuelve el carnaval a Alcalá de Henares, después de un año de ausencia inmunoimpuesta. Regresa con más ganas que nunca y buscando revancha y reivindicación, que eso del Halloween está muy bien, pero las carnestolendas llevan por aquí más de quinientos años y las canas hay que respetarlas. Cierto, no es el carnaval de Cádiz, ni el de Tenerife, ni siquiera el de Badajoz, no hace falta irse a Venecia o Río de Janeiro para tener que hacer un ejercicio de más que justa humildad. Pero a mí me encanta, con toda su modestia, no sé si porque me ofrece la oportunidad de dar rienda suelta a mi natural tendencia al disfraz, quizá buscando escapar inconscientemente de mi poca agraciada realidad, o porque me trae muchos hermosos recuerdos de mis juventudes, la veinteañera de soltero tarambana y algo calavera, y la treintañera de padre que aprovechaba cualquier oportunidad para caracterizar a su peque de princesa de Disney o de pirata del Caribe.
Hubo una época en la que en esos días pre cuaresma todo el mundo que salía de fiesta por la noche lo hacía disfrazado. Los garitos de la zona se llenaban de indios del lejano oeste y de super héroes de la vieja escuela, de personajes de la película de moda y de tímidos y perezosos que simplemente se ponían una careta o una peluca, de soluciones de última hora a base de sábana blanca con agujeros para los ojos y de tíos travestidos sacando a relucir su lado femenino, aunque lo disimularan con gracietas que hoy en día no dudaríamos en calificar de homófobas. Da igual de qué, pero disfrazados. El raro era el que no lo hacía. Y casi siempre a base de rebuscar alhajas y trapitos en el trastero o en el fondo de un baúl. Muy pocos se compraban un disfraz ya hecho, y el que lo hacía es porque manejaba parné. Ingeniería popular. Cualquier cosa valía, desde ese traje de karate que usaste sólo dos meses porque vaya rollo tanto buscar el equilibrio interior, yo aquí he venido a aprender a dar hostias, hasta los pantalones de campana y la camisa de cuello de picos extragrandes que tu padre escondía en el cajón de los recuerdos, testimonios setenteros de sus años de seguidor acérrimo de la música disco. Eso sí, lo que no se veía eran zombies, ni jokers, ni caretas de la casa de papel. Llámalo autarquía, pero a mí me moló mucho ir de Curro Jiménez en sexto de EGB, aunque me equivocara de día y fuese el único niño disfrazado de toda la clase. A quien no le ha pasado.
Pero ahora ya no. Ahora lo raro es ver a adultos disfrazados por la calle en carnaval. Exceptuando a los que acompañan a sus hijos, todos en familia o con los compis del colegio, caracterizados a juego para presentarse al concurso que ya es tradición que se celebre en la Plaza Cervantes. Hasta tal punto ha llegado la cosa que para animar un poco a la gente en los garitos de copas si llevas disfraz te invitan a una consumición. Y en las salas de espectáculos también. O eso es lo que me han prometido mis amigas de Vodevil, y yo, que con un poquito que me toquen las palmas me apunto a un bombardeo, pues ya estoy desempolvando mis atavíos de Clint Eastwood y de irlandés borrachín con falda a cuadros verde, que todavía no tengo claro que ropajes calzarme. Pero ni con consumiciones gratis. Pocos son los que al final se animan. Es triste, no aprovechar la oportunidad que se nos brinda de escondernos tras una máscara que nos da libertad, que nos permite ser por unas horas aquello con lo que siempre hemos soñado, sin miedo, sin pudor e incluso sin decoro, escapando de las ataduras sociales que nos esclavizan durante el resto del año. Desde el jueves lardero hasta el miércoles de ceniza.
En una ciudad tan rica en tradiciones y festejos es normal que algunas fiestas acaben un poco diluidas. Pero no olvidadas. También tenemos nuestro desfile de disfraces, como en Tenerife, y nuestras comparsas, como en Cádiz. No falta la fiesta callejera de recorrido tabernario, al estilo pacense, como a mí me gusta, y desde luego nos ponemos muy serios en la comitiva que traslada el cuerpo de la pobre señora Sardina desde la Plaza Cervantes hasta la Huerta del Obispo pasando por la calle Mayor. Un drama, tan joven ella, en la flor de la vida. Pobre señor Arenque, viudo y con cinco boqueroncitos a los que criar. Pero es que hasta tenemos nuestro propio folclore personal e intransferible, que eso de mantear el pelele como símbolo de querer quitarnos de encima todo lo que no nos gusta para que el viento del carnaval se lo lleve es muy alcalaíno. ¡Cómo no voy a amar esta ciudad si me da tantas oportunidades para gozar de la vida que sé que me van a faltar años para disfrutarlas todas! Pero por intentarlo, que no quede.
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