Cien razones para amarte XXVI
Esta es la vigésimo sexta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Me resulta difícil expresar con palabras lo que significa para mí la calle Mayor. Al igual que la Ría de Bilbao o la calle Ancha de León, espinas dorsales que vertebran, uniendo y separando al mismo tiempo, dos ciudades que junto a Alcalá forman la trilogía urbana de lugares donde me resulta muy sencillo encontrar la manera de ser feliz, la calle Mayor es como la memoria de una ciudad que de tanto que tiene que recordar corre el peligro de caer en la somnolienta comodidad de olvidar. Pero esa arteria de empedrado, columnas y soportales, receptora voluntaria de muchedumbres y gentíos, parece no estar dispuesta a permitir que algo así ocurra, guardiana del pasado y luchadora victoriosa contra el vicio del olvido.
Una calle que nació siguiendo el trazado de la calzada latina de Caesar Augusta que atravesaba Complutum, que para eso de construir carreteras que comunicaran imperios, sin wifi ni nada, los romanos tenían mucho ojo, y que en el siglo XII se convirtió en el corazón comercial de la aljama judía en una ciudad en la que la convivencia intercultural, aunque separada, todavía era una realidad sincera. Lo del odio ya lo vamos inventando cuando nos hace falta. Las tiendas ocupaban los soportales mientras las viviendas se situaban en los pisos superiores, algo que después de más de ocho siglos sigue siendo igual, ya esté la vía embarrada, asfaltada o empedrada, sea peatonal o no, o los edificios se sostengan sobre vigas de madera, columnas de piedra o pilares de hormigón. El tiempo no pasa en la calle Mayor, sencillamente trascurre, sereno y pausado.
Hogar de alcalaínos de toda la vida, con su traje de domingo y su misa en el Hospitalillo, y ese ligero desprecio indiferente por los “maquetos” y turistas de pantalón vaquero y camiseta futbolera, la calle Mayor vive de la gente, de la multitud, de la plebe. De jóvenes a la caza de cerveza con tapa y parejas en busca de cena romántica. De músicos callejeros con sueños discográficos y gitanas vendedoras de romero. De zombies en noche de Halloween y de tenderos cervantinos. De comparsas, gigantes y cabezudos y de runners buscando la meta en la plaza Cervantes. Yo, después de más de 30 años de patearme casi a diario su relativamente reciente empedrado pavimento puedo decir sin lugar a dudas, excluyendo las paquidérmicas rutas escolares de la infancia, la mía y la de mi hija, y las imperativas sendas laborales de la edad adulta, que los escasos 400 metros que separan la plaza Cervantes de la de los Santos Niños son los que en más ocasiones han recorrido mis pies. Recorrido llevado a cabo en la mayoría de los casos a ritmo de paseo y en posición erguida, aunque en unas cuantas ocasiones al trote cochinero en matinal competición maratoniana, maldita crisis de los 40, y en alguna situación de juvenil desmadre nocturno casi a cuatro patas por mor de los abusos etílicos y las malas, Dios me libre de las buenas, compañías.
Para arriba por los pares, para abajo por los impares. Llámalo manía, capricho u obsesión. Es casi un ritual. Entrar en el Corral de la Campaña y tomar un café irlandés en el Hemisferio, un lugar con mucho más encanto y bastante más atractivo cuando trabajaba allí mi amiga Chus. O un cubo de coronitas y unos nachos en el Burrito Butanero, preferiblemente un viernes por la noche, por si hay suerte y por casualidad es tu cumpleaños y una banda de mariachis te canta “las mañanitas”; o mejor aún, la noche de “Todos los Santos”, para poder disfrutar de la decoración del local en honor a la “Santa Muerte”, que allá por México, que saben mucho de recordar a sus ancestros, es una fiesta muy especial. Y volver a la calle, y acabarse las columnas, y sentirte desprotegido porque no estás bajo techo. No pasa nada, son sólo unos metros, un escaso tramo decorado por el Antiguo Hospital de Antezana, fundación creada allá por 1483 para la atención de enfermos humildes y donde se cree que trabajaba el padre de Cervantes, Don Rodrigo, que el hombre también tiene derecho a que le conozcan por su nombre. Y al lado, esquinando la calle Imagen, la casa donde supuestamente nació nuestro más ilustre vecino, el Príncipe de los Ingenios, soñador de quijotes y razonador de sanchos. Reconstruida como museo conmemorativo de que aquí, y no en otro lugar, vino al mundo Cervantes, no muchos alcalaínos lo habrán visitado, museos, ya se sabe, pero seguro que todos tienen su foto sentados en el banco junto a Don Quijote y Sancho Panza, y muy pocos habrán dejado escapar la ocasión de contarle a algún turista despistado que allí nació Don Miguel, que además de alcalaíno fue el más grande de los literatos, y aunque no se puede asegurar científicamente que una cosa tenga algo que ver con la otra, pues que sabrá la ciencia.
Y vuelven las columnas, y los soportales, y por qué no, una sidra en la Fuencisla, o un rioja en el Nino, a ver si con algo de suerte ponen champiñones de aperitivo. Y llega la hora del postre, algo dulce para alegrar el paladar y regalar azúcar a los músculos, que el paseo bien lo merece. Costrada en la Repostería Paraninfo, ¿acaso alguien lo dudaba? Y se nos acaba la calle, que nos chocamos con un tapón en forma de casa. No pasa nada, se cruza a la otra acera y de vuelta para atrás, yo y otros cientos, a patearnos el “tontódromo”. Las veces que haga falta, domingos y festivos, con frío, con lluvia o con sol de justicia, solo o en compañía. Mi calle Mayor que no me la toquen, que no me la cambien. Que por aquí todo el mundo ha pasado, desde legionarios romanos hasta peregrinos a Santiago.
Todos los pueblos y ciudades tienen su calle Mayor. Su calle principal, por la que trascurre la vida como por ningún otro lugar. Puede llamarse avenida de la Constitución, o haber sido bautizada con el nombre de algún oriundo personaje histórico, o en el caso de algunas pequeñas poblaciones denominarse sin más como esa cercana localidad más grande a cuya sombra viven e incluso a veces simplemente sobreviven. Pero se llame como se llame, es su calle Mayor, el alma de la ciudad, donde nada sucede sin que todo el mundo lo sepa y donde todo ocurre por pura probabilidad estadística de afluencia. Y si no es así es que falta vida, falta espíritu, falta corazón. Pero como ese no es el caso de Alcalá de Henares puedo decir con absoluta certeza que su calle Mayor representa como ninguna otra la esencia de una ciudad que va sobrada de razones para ser amada por todo aquel que, aunque sólo haya sido una vez, haya recorrido sus 396 metros de empedrado o se haya refugiado del sol o de la lluvia bajo unos soportales que esconden entre sus piedras tantas historias y leyendas que mil y una noches no serían suficientes para narrarlas.
El próximo día los impares, el otro lado. Más canalla, más vividor, menos cervantino. Más quevediano.
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