Cien razones para amarte XXV
Esta es la vigésimo quinta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Quiero ser director … pero no para ganar vuestro dinero, sino para poder grabar mis sueños
Cinema Paradiso (1988)
Corría el año 1990. Acababa de empezar las clases de segundo curso en la Facultad de Filosofía y Letras y aunque no hacía tanto que mi a la vez platónica y mundanal relación con Alcalá de Henares había comenzado ya intuía que ésta iba a convertirse en algo realmente importante, y deseaba que, hospitalaria y acogedora, la ciudad me aceptara y me permitiera disfrutar de todo lo que, generosa y desinteresada, ofrecía a los que recorrían y habitaban sus calles, plazas y avenidas. Está claro, ateniéndonos a mis veinticuatro razones previas, que así fue. Y para empezar lo hizo, oficina de turismo mediante, poniendo a mi disposición un par de entradas para un festival de cortometrajes que, triste cincuentañero en unos tiempos vacíos de celebraciones, a día de hoy conocemos como ALCINE
Y es que aunque siempre he sido bastante aficionado al cine aquella tarde de noviembre sentado en mi butaca del teatro salón Cervantes mi visión del séptimo arte cambió para siempre, y sólo fueron necesarios 11 minutos y 43 segundos de metraje del primer y único corto de la carrera de un por entonces desconocido Alex de la Iglesia para que mi amor por el celuloide creciera más allá de los “blockbusters” de sesión doble con palomitas los domingos por la tarde en la Sala Avenida de Coslada y de la inagotable lista de “westerns” (mi genero favorito) que los fines de semana poblaban a
todas horas la pantalla de una televisión que, aunque estaba monopolizada por únicamente 2 canales, era infinitamente de mayor calidad que la multi cadena actual. El caso es que ver a Alex Angulo metralleta en mano aprovechar confusiones dialécticas para cargarse a todo bicho viviente que entraba en aquel oscuro bar de barrio que entre otras cosas servía la tristemente por decisión corporativa de Pepsi desaparecida en nuestro país Mirinda me dejó cuanto menos alucinado, a mí y al mismísimo Pedro
Almodóvar, que se lanzó a producir “Acción Mutante”, el largometraje debut del director bilbaíno en el que se evidenció que hacer otro tipo de cine en España era posible. Si eres fan de Quentin Tarantino tienes que verla, pero te lo advierto, es muy posible que después “Reservoir Dogs” y “Pulp Fiction” no te parezcan tan originales.
Así que, entre otras muchas cosas, a Alcalá de Henares le debo mi pasión por el cine. O al menos por el cine de calidad difícil de visionar en los circuitos habituales de distribución. Y en ello ha tenido mucho que ver uno de los festivales de cortometrajes sin duda más importantes de España, que empezó siendo un modesto certamen aficionado de carácter local y que ahora, es lo que ocurre cuando las cosas se hacen bien, con ganas y con ilusión, es una muestra internacional que concede una serie de premios que cualquiera querría tener en su palmarés. No en vano cineastas tan prestigiosos y que en la actualidad son figuras de primer orden en su campo profesional como Fernando Colomo, Isabel Coixet o Javier Fesser guardan en sus vitrinas, o en sus cuartos de baño, los galardones que el jurado de ALCINE les otorgó, con gran visión de futuro, cuando apenas estaban comenzando sus carreras.
¡Sin embargo como echo de menos los días que me escapaba al cine con mis amigos! Con mis amigos o con, mejor todavía, esas primeras novietas a las que en esa época adolescente del despertar de la líbido llevaba, con la esperanza de llegar más arriba de las rodillas y más abajo del cuello, a la mal llamada fila de los mancos. Mal llamada de los mancos porque lo que sobraban eran precisamente manos, las míos buscando chicha, y las de ellas poniéndolo difícil. Amparado por la oscuridad de una sala tibiamente iluminada por el reflejo de una pantalla en la que Connor MacLeod intentaba evitar, sólo puede quedar uno, que le separaran la cabeza del cuerpo, mis dedos se entrelazaron por primera vez con los de una chica, mi vecina de abajo, mi primer amor. Un amor de quinceañeros que duró, como tiene que ser, lo que duran las cosas cuando se es joven y queda tanto por descubrir. Hasta muchos años más tarde, cuando volví a ver la película en la televisión, no supe de que iba realmente y como acababa. De aquella tarde en el cine sólo recuerdo el suave tacto de la piel de Yolanda,que así se llamaba, y el cálido y embriagador aliento que emanaba de la cercanía de su rostro cuando apoyó su cabeza sobre mi hombro.
Cuando ves una buena película puedes reír, llorar, pensar, amar, odiar, soñar,cantar e incluso bailar. Pero sobre todo imaginar. Imaginar que eres un famélico buscador de oro en Alaska que tiene que comerse una bota, cordones incluidos, para no morir de hambre. Que te cuelas en el abarrotado camarote de un trasatlántico mientras escuchas los comentarios mordaces de un tipo con las cejas y el bigote pintados y con un enorme puro en la mano. Que vives el inicio de una hermosa amistad con un gendarme francés mientras el amor de tu vida se marcha con otro hombre en un avión cuyo destino te es indiferente. Que ves, a través del marco de una puerta, como Ethan Edwards camina hacia el desierto huyendo de su pasado y consciente de la soledad que le depara su futuro. Que cuando le confiesas al tipo que conduce la lancha en la que huyes de una banda de mafiosos que en realidad eres un hombre te contesta que no
importa, nadie es perfecto. Que proteges de la verdad a Boo Radley porque permitir que lo encierren sería como matar un ruiseñor. Que le haces a un político corrupto una oferta que no podrá rechazar. Que le perdonas la vida a un cazador de androides mientras le cuentas, con tu último aliento, que todas las maravillas que has visto en una existencia con fecha de caducidad se perderán como lágrimas en la lluvia. Que ayudas a morir, porque la amas, a una joven boxeadora a la que entrenaste para que pudiera hacer realidad su sueño mientras ella te hacía recuperar la esperanza en los seres humanos. Y tantas otras historias más que nos trasportan a unas vidas que soñamos con vivir porque las que nos han tocado nos parecen aburridas, monótonas y vacías.
Llevar a prácticamente 2 clases enteras de niños de entre seis y diez años al Teatro Salón Cervantes a ver durante más de una hora cine de animación sin ser de Disney y sin poder apaciguarlos con palomitas y refrescos es cuanto menos una temeridad. Pero lo hacíamos, y cada año una buena parte de la chiquillería del colegio Cervantes, y muchos de sus padres, disfrutaban de la sección de cortos infantiles por si no recuerdo mal poco más de 1 €. Un precio ridículo a cambio de la magia que 24 fotogramas por segundo nos regalaban cuando los focos de la sala se apagaban y el proyector llenaba la pantalla con la luz con la que se fabrican los sueños.
“Es imposible hacer una buena película sin una cámara
Orson Wells
que sea como un ojo en el corazón de un poeta.”
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