Un palacete estilo Ikea

Cien razones para amarte XXIII

Esta es la vigésimo tercera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Pónganse unas columnas del convento de los Jesuitas en Loranca de Tajuña, un zócalo del palacio de Pedro I el Cruel en Jaén, le añadimos unos artesonados y unos cupulines procedentes del palacio de los Condes de Tendilla en Guadalajara y aderezamos con un alfarje originario del palacio de Don Antonio de Mendoza también en Guadalajara. Mezclar, no agitar. Si lo rematamos con columnas y la bóveda del castillo de Santorcaz y decoramos sus jardines con restos arqueológicos romanos y un par de sarcófagos visigodos que encontremos por ahí tirados ya sólo nos falta una llave allen, un buen chorro de imaginación y algo de dinerito para comprar el terreno, los materiales ya nos los hemos agenciado por la cara, y tendremos el que sin duda es el edificio más extraño de toda Alcalá de Henares: el Palacete de Laredo.

Porque raro es un rato raro. Conocido también como Quina la Gloria, ya desde fuera da la sensación de haber nacido con la única función de ser el escenario de oscuras reuniones de logias masónicas en las que se sacrifican vírgenes y se leen conjuros destinados a desvelar los secretos del más allá, al estilo de “los hijos de Adán” en la mansión de Titus Braitwhite en Ardham, referencia seriéfila que la mayoría seguro que entiende y quien no pues debería. El caso es que cuando a Don Manuel José de Laredo y Ordoño se le pasó por la cabeza levantar este monumento a la diversidad arquitectónica y decorativa o bien no tenía muy claro cual era su estilo favorito o bien iba un poco fumado de alguna sustancia alucinógena. Porque otra explicación no tiene que un edificio que responde en su apariencia exterior al estilo neomudéjar tan en boga en los años en que fue levantado, entre 1880 y 1884, incorpore a su estructura y ornamentación elementos góticos, renacentistas, pompeyanos e incluso modernistas. Típico del Romanticismo, pillar todo lo que se encuentre del pasado y mezclarlo sin ningún criterio razonable. Sólo faltaba que el dueño del casoplón hubiese fallecido en su interior en extrañas circunstancias y que su fantasma vagara por las estancias asustando a los visitantes hasta que alguna “Oda Mae Brown” le ayudara a ir hacia la luz. Pero no, Manuel Laredo vendió su residencia alcalaína en 1895 y se mudó a Madrid donde falleció al año siguiente. De una bronquitis. Lo cual da fuerza a mi hipótesis de que ese señor algo sí que se fumaba.

Pero no seamos injustos. Que yo sienta cierta animadversión por el Romanticismo como movimiento artístico no significa que sus obras más notorias y los artistas que las crearon carezcan en muchos casos de gran valor y talento respectivamente. Todo lo contrario. Mis gustos personales poca o ninguna importancia tienen cuando se trata de valorar el mérito de un Palacio que forma parte con gran merecimiento del elenco principal de los monumentos que vale la pena visitar en Alcalá de Henares. No en vano desde 1975 es considerado Bien de Interés Cultural y forma parte del Patrimonio Histórico Español. Y sería un hipócrita si no confesara que la primera vez que contemplé su exterior, concretamente la fachada que da al Paseo de la Estación, me quedé bastante alucinado y boquiabierto por la impresión. Impresión de la buena, por supuesto, aclaro por si acaso.

Sin embargo, y a pesar de que casi todos los días transitaba a pocos metros en mi recorrido de ida y vuelta desde la estación de tren a la Facultad y viceversa, al menos hasta que descubrí un atajo cruzando por un callejón junto al colegio de Santa María de la Providencia, no fue hasta terminada la carrera y en mi segundo año de doctorado que entré por primera vez dentro del Palacio de Laredo. La razón exactamente no la recuerdo. No estoy seguro si fue con motivo de unas conferencias ofrecidas por el Centro Internacional de Estudios Históricos Cisneros, cuya sede se encuentra en el edificio, o porque participaba como ponente en un encuentro de historiadores del Valle del Henares, cuyo libro de actas conservo como recuerdo de la primera vez que mi nombre apareció publicado y porque me costó un buen dinerito si no por intercambio directo sí por pago previo de inscripción. Ser historiador no es que no me diera dinero, es que encima me lo costaba. Pero para el caso da lo mismo. A lo que quería llegar es a que nos hicieron una visita guiada, y si por fuera parece un monumento exótico o cuanto menos diferente, por dentro ya ni te cuento.

Porque nunca he visto un lugar igual. Sus diferentes salas son tan dispares que cuando accedes de una a otra parece que en realidad te estás moviendo en el espacio y el tiempo. Si ya desde fuera su minarete y el torreón cuadrado central llaman la atención y dan una pequeña pista de lo que te puedes encontrar dentro, ni de lejos llegan a insinuar el extraño recorrido decorativo que van a experimentar tus sentidos en el interior. Porque sin apenas tiempo para asimilarlo pasas de creer que estás paseando por la Alhambra y sus jardines, a cruzar una puerta y viajar de repente a Pompeya. De encontrarte en la sala del Alfarje con una decoración mudéjar típicamente renacentista del siglo XVI español, a trasladarte al pasado con un solo paso al cruzar bajo el alfeizar que da entrada al Salón de Reyes, un pequeño rincón del gótico medieval levantado en pleno siglo XIX. Bueno, levantado en parte, ya que la bóveda que cubre la sala en realidad es la original que se hallaba en el castillo de Santorcaz mandado construir por el Arzobispo Tenorio en el siglo XIV. Bóveda decorada con un planetario, uno de los más antiguos que se conservan en el mundo, que representa el firmamento según se creía que era entonces. Cuenta la leyenda que el sexto día del sexto mes de los años bisiestos un rayo de luz solar, al reflejarse en el medallón del hermano mayor de la logia que celebraba sus ritos en el palacio hace más de cien años, indica en el planetario el punto exacto donde se encuentra oculta el Arca de la Alianza. No, es broma, que ya veo a algunos haciendo cálculos.

El Salón de Reyes es sin duda la estancia más importante del Palacio. No es casualidad que se halle en el centro geométrico del edificio. En sus paredes el propio Laredo realizó una serie de frescos representando a los reyes de Castilla desde Alfonso XI hasta Carlos I. En esta lista, a pesar de carecer de regia condición, están incluidos el Arzobispo Tenorio y el Cardenal Cisneros. Porque Manuel de Laredo era sobre todo pintor. A pesar de proceder de una adinerada y bien posicionada familia de la época que le tenía destinado un futuro dentro del mundo jurídico, su espíritu romántico le condujo por caminos totalmente diferentes. Gran aficionado a la lectura, a la Historia de España y al coleccionismo de antigüedades, su relación con Alcalá de Henares fue tan estrecha que llegó a ser alcalde de la ciudad. Colaboró en planes que hoy en día son tan parte de nuestra esencia como el proyecto de la estatua de Miguel de Cervantes en la plaza homónima. Y como artista llevó a cabo la restauración de las salas mudéjares del Palacio Arzobispal. Así que si en una tarde de desfase con los colegas flipó un poco y se le ocurrió diseñar así a lo loco la que iba a ser su residencia alcalaína, y ya más lúcido tuvo las narices de hacerla construir, pues no nos queda otra que darle las gracias. Porque los palacios vulgares y corrientes para otros, en Alcalá todo es especial.

Cuando decidí escribir en esta ocasión sobre el Palacio de Laredo lo primero que pensé es a ver como hablo yo de esto sin que parezca que es de relleno. Porque si bien es verdad que “haberlas haylas”, cien razones para amar, incluso a una ciudad tan fascinante como Alcalá de Henares, son un buen saco difícil de llenar. Y aunque las encuentre, que sé que las encontraré, inevitablemente no a todas las daré el mismo valor ni me habrán marcado de igual manera. Porque el cariño es difícil de fingir, por muy bien que se usen las palabras, y la falsa sensibilidad siempre acaba apestando. Pero he de decir, aun confesando que no es precisamente uno de los motivos principales para que ame nuestra villa complutense, que cuanto más recordaba y más leía sobre el protagonista de esta razón XXIII más empatía sentía por él. Y la causa es que me ha sorprendido que en esos años de la segunda mitad del siglo XIX, en los que Alcalá parecía estar sumida en la decadencia y el dulce letargo de la autocompasión, no sólo no era así sino que había energías para levantar palacios, construir plazas, erigir estatuas y crear sociedades de condueños al rescate del pasado y precursoras del futuro. Y es que hasta en sus peores momentos a Alcalá y a los alcalaínos siempre les han sobrado ganas, fuerzas y corazón.


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