Cien razones para amarte XIX
Esta es la decimonovena entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Ni por un segundo podía imaginar en esas mis primeras ferias de Alcalá, allá por el verano de 1994, que tantos años más tarde, habitando para ruina de mi descanso nocturno a escasos metros del recinto ferial, iba a llegar a odiar la llegada de los últimos días de agosto y del infernal ruido y algarabía con los que norias, trenes de la bruja, casetas de peñas, chiringuitos de partidos políticos y puestos de rifas perturbaban la paz de mi normalmente tranquilo barrio. Hasta tal punto de desear con todas las fuerzas de mi corazón o bien que ojalá no hubiera fiestas o que las trasladasen allá donde Cristo perdió el sombrero.
Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla. Porque este año, a causa de un enemigo invisible al que de momento hemos sido incapaces de derrotar, Alcalá romperá una tradición medieval y no llenará sus calles de comparsas, música, teatro, juegos, gigantes, cabezudos y tantas y tantas otras cosas con las que vecinos y forasteros festejábamos con júbilo y algazara las ferias de San Bartolomé. Desconozco, aunque probablemente así haya sido a causa de guerras, catástrofes u otras desgracias causadas o no por el propio ser humano, si a lo largo de su dilatada Historia en más ocasiones la ciudad se ha visto obligada a suspender sus fiestas más importantes. Solo sé que una ciudad que de por sí siempre está llena de alegría y vida en estos días rezumaba júbilo y felicidad. Y espero que la tristeza y el abatimiento que se ha respirado los últimos meses no se conviertan a causa de la nostalgia por la ausencia de unos festejos que muchos vivían como los días más importantes del año en amargura y pesadumbre difíciles de consolar.
Fue Alfonso VIII de Castilla quién en el siglo XII, lo sé de leídas, no porque estuviera allí, dio permiso a la ciudad de Alcalá de Henares para que celebrara una feria de ganado anual el domingo siguiente a la festividad de Resurrección. Y que mejor lugar para celebrarla, tal como en parte ocurre hoy en día, que en el espacio que actualmente ocupa la plaza Cervantes, ya que por aquel entonces se encontraba extramuros de la ciudad, concretamente en lo que era conocido como el Burgo de Santiuste. Pero casi un siglo después a Alfonso X, que además de sabio debía ser un tocapelotas con eso de las fechas, le supo a bien cambiar su celebración al 24 de agosto, día de San Bartolomé. Y donde hay feria pues hay multitudes, y dineros, y ganas de gastarlos. Y juglares, y músicos, y malabaristas, y fiesta y alegría, que no todo iba a ser pagar diezmos o morir a causa de la peste negra
Y así hasta ahora. Han pasado más de 600 años y en ese mismo lugar, entonces en las afueras y ahora en pleno corazón urbano, desde el balcón principal del Ayuntamiento, algún personaje, casi siempre complutense, más o menos famoso, conocido o trascendente para la ciudad, con un pregón cargado de tópicos y buenos deseos, como tiene que ser, da el pistoletazo de salida a unas ferias que duran 9 días y que trastocan para bien o para mal durante algo más de una semana la vida de todos los alcalaínos. En mi caso, una tortura. Ruido, basura, música a todo volumen, gente por todas partes. Y lo peor, que todo el mundo te diga “si no puedes con ellos, únete a ellos”. Y lo todavía más peor, que al mismo tiempo que tecleo mis quejas me doy cuenta que me estoy volviendo un viejo cascarrabias, y que parece que se me ha olvidado que no hace tanto yo era uno de esos jóvenes que ahora percibo como un problema. Y que en aquel verano de 1994, cuando por primera de muchas veces seguidas vine a las fiestas de Alcalá con mis amigos universitarios complutenses, que me invitaran a sus peñas a beber y comer por la cara no me parecía ni de lejos una mala idea. Ni el ruido me parecía ruido, la música nunca estaba lo suficientemente alta, y cuanta más gente mejor. O sea que donde dije digo, digo Diego, y que nunca llueve a gusto de todos, y que si Sancho Panza, que ni era Alfonso ni era décimo pero sí muy sabio estaba siempre con un refrán en la boca sus buenas razones tenía. Verdades como puños condensadas.
Además, ¿quién coño soy yo para querer privar a jóvenes y no tan jóvenes de cantar, bailar, beber, comer y disfrutar con sus colegas en peñas, parques, plazas y calles? ¿Para impedir que unos adolescentes que coquetean por primera vez con el amor utilicen la noria para abrazarse y sentir como se estremece su piel al contacto del uno con el otro con la escusa del miedo a las alturas? ¿Con qué derecho puedo desear que una pareja de jubilados se quede sin bailar su pasodoble al son de una charanga en la plaza Cervantes o que un grupo de músicos alcalaínos pierdan la oportunidad de tocar por primera vez sobre un escenario ante sus amigos y familiares en las fiestas de la ciudad que los vio nacer? ¿Por qué querer interrumpir que esos fanáticos de las rifas y de las carreras de camellos de madera dejen de aumentar su colección de muñecas chochona, perritos piloto o, esto sí que no lo voy a echar de menos, megáfonos diseminadores de gritos y ruidos de sirena? Amigos de ideologías dispares comparten litros de cerveza ora en una caseta rotulada con 2 “pes” ora en otra con una “i” y una “u”. Porque la amistad y la cerveza, de siempre, están por encima de las siglas. Y en definitiva eso son las fiestas, amigos y vecinos compartiendo momentos, olvidando rencillas y rememorando viejos y buenos tiempos, que casi siempre, curiosamente, fueron en las ferias de años pasados.
Pero Alcalá este año no tendrá fiestas. Como todas las ciudades y pueblos de España. Los Gigantes y Cabezudos no recorrerán sus calles al son de las trompetas y los tambores perseguidos por docenas de niños que cantan y bailan de la mano de padres y abuelos. Los pasacalles, que se remontan al año 1525, cuando con sus figuras no religiosas salían delante de la procesión del Corpus Christi para recibir al Arzobispo en su llegada a la ciudad, no harán sus desfiles con sus Cervantes, Quijote, Sancho, Dulcinea y demás figuras de más de 3 metros de altura. Este año permanecerán ocultos a los ojos de unos convecinos que los reverencian como una de sus tradiciones más queridas. El tragaldabas o Gargantúa, al igual que ha sucedido en la Aste Nagusia de Bilbao, donde allá por 1854 apareció por primera vez, no desayunará ni merendará niños para expulsarlos luego por su trasero-tobogán vivitos y coleantes y más felices seguro que cuando atravesaron la boca del “tragachicos”. No habrá cabalgata, ni fuegos artificiales. Pero el alma de esta ciudad y de sus gentes es hercúlea, invencible, siempre resurge cuál Ave Fénix con más fuerza y vigor, Y si este año nos hemos quedado sin nuestras queridas ferias de San Bartolomé no pasa nada, a tirar para adelante, en las del año que viene bailaremos el doble, cantaremos de más, y nos daremos todos esos abrazos y besos que ahora, prisioneros de geles y mascarillas, no podemos darnos.
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