Trenes que viajan hacia el Este

TrenesCien razones para amarte III

Esta es la tercera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. ¿A que ya estáis “enganchados” ;-)?

Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el… Este. Parafraseando al gran Sabina, uno de los recuerdos más vivos que tengo de mis primeros años como universitario son esos cortos pero bien aprovechados viajes en Cercanías desde Coslada a Alcalá y viceversa. Cortos, porque el trayecto apenas duraba 20 minutos. Y bien aprovechados, porque, los de ida, yo, estudiante de última no, de ultimísima hora, bien puedo decir que me sirvieron para sacarme una licenciatura. Y los de vuelta, con la tranquilidad que da el haber terminado una dura jornada de poteo con alguna clase intercalada, para compartir chistes y anécdotas, alegrías y tristezas, crudas realidades y fanfarronadas de fantasmones, relatos de amores e historias de desamores. En definitiva, para hacer amigos.

Quien haya montado en esos trenes de los años 80 seguro que lleva grabado en su memoria el recuerdo de aquellos asientos de plástico marrón imitación cuero. Los días de calor llevar pantalones cortos era una osadía que se podía llegar a pagar perdiendo tiras de la propia piel si te atrevías a sentarte en ellos. El aire acondicionado por entonces se acercaba más a la ciencia ficción que a la actual realidad cotidiana. Por no hablar de la aventura de cruzar de un vagón a otro. Era casi como rodar una peli de Indiana Jones, el miedo recorría tu espina dorsal al sentir pasar a toda velocidad los travesaños de madera de las vías bajo tus pies. Y que decir de las masificaciones que en horas señaladas provocaban estrujones, apretones, sofocones y, por que no decirlo, algún que otro roce libidinoso.

Pero como los añoro. Y a esa cuadrilla que salía del  Colegio de Málaga, media docena de jóvenes ilusos llenos de esperanzas e ilusiones, frutos estériles de la ignorancia propia de los 18 años, atravesando la Plaza Cervantes  y recorriendo la Calle Libreros entre risas, bromas y empujones, para llegar al Paseo de la Estación, con ese nombre tan bien puesto que lo aclara todo, una vez ahí ya no hay dudas de cual es tu destino. O eso pensaba yo. Hace unos días en Cuatro Caños un chaval de unos 20 años me preguntó como llegar a la estación de tren:

– Ves esa rotonda de ahí, pues al otro lado empieza el Paseo de la Estación.
– No, te pregunto por la estación de tren, no por el Paseo de la Estación.

He de decir que por lo menos el muchacho era alto y bastante guapo.

Una estación de tren, como mínimo, tiene 2 direcciones. Nuestro arrojado batallón de célibes soldados, como queriendo abarcarlo todo, con ese hambre adolescente que te empuja a morder y luego preguntar, dividía sus fuerzas en aproximadas partes iguales: la mitad más uno dirección Madrid, la mitad menos uno dirección Guadalajara. Que ya se sabe que en la capital hay más peligro. Y entonces, ya cada cual alojado en el estómago de su respectivo tren, daba comienzo la que fue una de nuestras escasas batallas ganadas. No recuerdo de quien fue la idea, pero cada vez que veíamos al revisor, alias “pica”, a lo lejos, simulando nerviosismo y cierto miedo, nos levantábamos de nuestros asientos, si es que habíamos tenido la suerte de posar nuestros ya de por si descansados traseros, y nos dirigíamos con cierta ligereza en dirección contraria al susodicho. Este, percatándose de nuestro movimiento, dábase en suponer que nuestra huida estaba motivada por no haber abonado la tasa correspondiente al coste del trayecto. Viéndose en la obligación de no permitir tan vil fechoría, olvidándose del resto de los pasajeros, que en algunos casos respiraban aliviados, con diligencia y presteza procedía a darnos caza contando con la certidumbre de que con la llegada del último vagón no tendríamos escapatoria y nuestra aventura de polizones llegaría a su fin. Si el odio, el desprecio y el quedarse con las ganas de soltar una hostia tuviesen cara sería la de ese revisor cuando nos pidió los billetes y nosotros se los enseñamos.

Durante un mes aproximadamente todos los revisores del tren con salida de Alcalá de Henares dirección Madrid-Atocha picaron con nuestro estúpido jueguecito. Hasta que un día se cansaron y dejaron de seguirnos. Ese fue el último día que compramos un billete. Estoy seguro de que muchos sentís como yo. Que no hay nada comparable a viajar en tren. Si miras hacia fuera ves el mundo. Si miras hacia dentro ves la vida. Mil vidas diferentes, y en realidad todas tan especiales como tú piensas que es la tuya. Una pareja de enamorados besándose a hurtadillas, un obrero de manos ajadas pensando en el abrazo de sus hijos al llegar a casa, dos extraños que se intercambian periódicos en lugar de asesinatos, un lector cuyo libro es un chivato de las pasiones de su alma, un estudiante delatado por un manual de segunda mano…

Ningún otro medio de trasporte me evoca tantos recuerdos. Siempre que al entrar en Alcalá sentía que reducíamos la velocidad dejaba a un lado mis apuntes y pegaba mi cara al cristal para ver los mismos graffitis dando vida a muros antes lúgubres, los mismos edificios con sus coladas tendidas en las terrazas y sus hortensias decorando balcones, la interminable fábrica de Roca ahora imagen de una decadencia industrial que no ha sido capaz de acabar con una ciudad que no para de reinventarse. El reloj de una estación que marcaba mi hora de salir al mundo en una ciudad que acabaría, con el tiempo, convirtiéndose en mi hogar.

Serie de artículos completa CIEN RAZONES PARA AMARTE

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