Cien razones para amarte V
Esta es la quinta entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad. ¿A que ya estáis “enganchados” ;-)?
“Cuando Coslada estaba bajo el implacable yugo del sheriff Ginés, un grupo de valientes e intrépidos cazadores de fortuna, algunas noches, en busca de aventuras y huyendo del hastío y la prematura clausura de garitos, encontraba refugio y diversión en los oscuros y concurridos salones y cantinas de la vecina Alcalá de Henares, al otro lado de la frontera.”
Eran los años 90, y con muchas ganas de fiesta, no demasiado dinero en el bolsillo y la energía inagotable que da el que el cuerpo y la mente apenas hayan sufrido 20 años de desgaste, algunas noches de los sábados, movido por mi curiosidad o más bien empujado por el aburrimiento, junto a mis colegas de fiesta nocturna y casi siempre alboreada, huía de la cómoda seguridad de mi pequeña ciudad dormitorio para buscar nuevas emociones en territorios inexplorados. Uno de nuestros destinos favoritos, por sobrados motivos, era Alcalá de Henares.
Todas las grandes ciudades tienen 2 pulsos diferentes, en los que la gente, las calles,las plazas, incluso los edificios, aun siendo los mismos, son distintos. Yo ya conocía el pulso diurno de Alcalá, y me había seducido y enamorado. Y junto a mi pandilla de aquellos años, ya en gran parte perdida, pero nunca olvidada, comencé a disfrutar del nocturno. También me cautivó, aunque sin lugar a dudas, me quedo con el primero.
Ese es el que hace de Alcalá una ciudad única y diferente.
Anécdotas, a montones. Algunas perdidas en los arrabales de la memoria. Unas pocas, sinceramente, preferiría olvidarlas. Otras, mejor dejarlas escondidas en el baúl de los recuerdos censurados. Pero la mayoría memorables, de esas que te hacen esbozar una sonrisa estúpida cuando sin quererlo resurgen en tu cabeza y piensas en lo increíble que era ser joven y tener amigos como los que yo tenía.
Porque perseguir, literalmente, por la Avenida de Madrid, en mi limitado de caballos Ford Fiesta Pachá Plus con mi amigo del alma Nano de copiloto y Miguelito en la retaguardia, al pedazo de pepino de Pegout 205 turbo de Javi, y que éste frene de golpe porque se cierra un semáforo y tú te lo zampes por detrás a pesar de casi atravesar con el pie derecho los bajos del coche al pisar el freno, si, en ese momento, joder, que susto. Pero ahora, siempre que nos juntamos para rememorar viejos tiempos frente a unos botellines, nos descojonamos de risa al recordarlo. No por el golpe, que a fin de cuentas apenas fue un toquecito, ni por la ironía de tener un “Pachá Plus” en el que casi siempre sonaban Twisted Sister o Metallica (“Enter sadman” en el momento del impacto) en el radio cassette (para los menores de 30 años un radio cassette era el equivalente de la época a un lector de cd´s). Sino porque sólo de pensar en el rostro de Manolo, ocupante ocasional del asiento de atrás del coche de Javi, trasmutando de las risas al más absoluto terror según mi “forito” se aproximaba a impactar con el vehículo que él muy a su pesar en ese instante ocupaba, es más que suficiente para considerar ese momento como uno de los más memorables de los muchos y muy buenos que hemos pasado juntos.
¿Y qué contar de esos amaneceres en el Pantheón, el “after hour” más hortera, vulgar y macarra que recuerde haber pisado en toda mi vida? Es lo que había, el último garito al que se podía acudir si todavía tenías pilas y ganas a altas horas de la madrugada. Un nido de pastilleros y colgados en el que si lo que buscabas era encontrar un ligue de última hora lo tenías clarinete. Vamos, como se dice vulgarmente eso era una fiesta de salchichas. Pero se iba a lo que se iba, a tomarse el último cubata antes de que abrieran el bar de nuestro barrio para ir a compartir vermut, aperitivo y batallitas. El último o los últimos versión Luisito, que como se bebía el suyo de un trago se dedicaba a libarse todo lo que pillaba por ahí un poco descuidado por sus dueños con el consiguiente resultado de alguna que otra bronca sin consecuencias gracias a la numerosa composición de nuestra cuadrilla y a la intimidante presencia de Pino, nuestro guardaespaldas 4×4 particular.
Pero sin duda lo que más nos gustaba de la noche alcalaína era su mítica “zona”. Abarcando las calles y plazas de los alrededores de la Catedral, desde la Puerta de Madrid hasta la Plaza Cervantes, y desde la Ronda Pescadería hasta el Palacio Arzobispal, más o menos, no nos pongamos exquisitos, podías encontrar locales y garitos con todo tipo de músicas, decoraciones, tribus urbanas e incluso bebidas típicas sello de identidad de la casa. Lo suyo, si eras de los que gustaban de seguir las tradiciones, empezar con unos vinos en las bodegas Criado. Imposible recordarlo y no
sentir en el paladar el sabor de su moscatel o su mistela. ¿Y que tal continuar con una sangría de Champaña en el Moby Dick? Tipical Complutum place, si estabas dispuesto a aguantar empujones y esperas de media hora. Y después, las copas. Podías perderte en la maraña de bares y pubs que poblaban casi puerta con puerta las calles de la zona:
el Akelarre, la Alborada, el Paizano, la Panadería y tantos otros cuyos nombres ya ni recuerdo.
Podías perderte y, de hecho, a veces te perdías. Y entonces no había móviles, así que si querías reincorporarte al grupo no te quedaba más remedio que ir recorriendo local tras local hasta encontrar a tus amigos. Eso si es que querías encontrarlos. Si es que no te perdías con esa piba preciosa y divertida, hermana de la chica de tu colega, que te quitaba el sueño, pero que tenía un novio de metro noventa, que se dirige a ti con cara de pocos amigos y los puños cerrados cuando te divisa a lo lejos en la calle Empecinado, y al que por suerte se consigue tranquilizar entre todos, “no ha pasado nada colega, nos hemos perdido sin querer, estábamos charlando y cuando nos hemos dado cuenta no os veíamos…”. ¡Uf! Ya me veía sin dientes y con un ojo a la virulé. El pobre chaval se incorporaba a filas 2 días más tarde, porque por entonces había servicio militar obligatorio, y no estaba para bromas. Pero juro que no pasó nada, hubiese sido deshonesto e inmoral. Tuvimos la decencia de esperar un par de semanas a que estuviera en Canarias. Por seguridad para mi salud.
Pero salía el sol. Y llegaba un nuevo día. Siempre amanecía y Alcalá se trasmutaba en una ciudad nueva y diferente. La ciudad de misa de a 12 en el Hospitalillo o en la Catedral, de comprar dulces en Salinas y Riquelme o garrapiñadas en las monjas, del vermú en la calle Mayor y de paseo en traje de domingo. Esa Alcalá un poco pueblerina que te cala y te engulle con el paso de los años. Esa Alcalá que también formará parte de mis Cien razones para amarte.
Ahora, con el disfraz con el que la nostalgia disfraza todo mejor de lo que en realidad fue, he de decir que una de mis razones preferidas de las cien son aquellos años de fiesta con mis amigos de juventud. Curiosamente, cuando recién casado me fui a vivir unos meses a la calle Tercia en pleno meollo del jolgorio nocturno, esa misma razón se convirtió en una de las pocas que tengo para odiarla. Las cosas, ya se sabe, depende del lado desde el que las mires, las disfrutas o las sufres. Pero esa es otra historia, que os prometo que, si nada ni nadie lo evita, tendrá su momento.
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