Cadetes con tendencias liberales, caballos en los colegios y almogávares en paracaídas

Cien razones para amarte XCII

Esta es la Nonagésimo segunda entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

“Soy el sargento de artillería Highway. He bebido más cerveza,
he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado
más huevos que todos vosotros juntos, capullos.”

El sargento de hierro

No puedo decir que sea muy amigo del ejército. No acabo de entender ese axioma de que hay que “armarse para la paz”, cuando me parece más lógico y evidente que si no hubiera armas, no habría guerras. O serían a puñetazos, como de chavales en el barrio. Eso sí, no se valen ni patadas ni mordiscos. Si vis pacem, para bellum, dicen que dijo Julio César, y así estamos, rodeados de silos y submarinos cargados de armas nucleares y a una ida de olla de un Putin, de un Donald Trump o de un Kim Jong-un de turno de dejar la tierra habitable sólo para cucarachas. Lo dicho, no puedo decir que sea muy amigo del ejército. Y eso que alguna relación con él he tenido en el pasado. Mi abuelo materno, sin ir más lejos. El brigada Feliciano Rodríguez, le dio tantos hijos a la patria, catorce que se sepa, que mi abuela se pasó gran parte de su vida embarazada. Apenas le conocí, pero no recuerdo que me tuviera mucho cariño, no sé si porque no se me distinguía entre la manada de más de veinte nietos que en ocasiones nos juntábamos en ese enorme, pequeño para tanta progenie, bajo del madrileño barrio de San Blas, o porque me guardaba alguna animadversión por motivos que prefiero ignorar.

Años más tarde, un poco a la fuerza, tuve el incierto honor de servir en el ejército de tierra como escolta de un general de división que parecía buen tipo, pero por el que ni de coña habría recibido una bala. Una etapa de mi vida en la que hice amigos de los que ya hace tiempo que no sé nada, y en la que perdía tanto el tiempo que por aburrimiento empecé a fumar teniendo ya veintitrés años. Yo, que antes de hacerme soldadito llevaba melena a lo Antonio Flores, desde entonces no me volvió a crecer el pelo. Qué coño le echarían al rancho…

Ahora, en Alcalá, imposible no tener algún vecino o conocido militar, a alguno hasta lo aprecio bastante, porque ya se sabe, en Alcalá de Henares, curas, putas y militares. Tres gremios inseparables. Pero lo cierto es que no siempre ha sido así. En realidad en Alcalá hasta el siglo XIX no había soldados, era una ciudad de estudiantes. Y fue precisamente el declive de la Universidad lo que llenó la ciudad de militares, y sin duda alguna lo que evitó que desapareciera su patrimonio monumental y gran parte de los edificios universitarios. Aun así, como era un lugar de educación y cultura, inevitablemente los primeros acuartelamientos que hubo fueron academias, concretamente la de ingenieros y la de zapadores, creadas en 1803, e instaladas en los antiguos colegios de Basilios, Mercedarios, Manriques y Jesuitas. Tan patriotas como para plantarles cara a los invasores franceses con la famosa Fuga de los zapadores, y tan liberales como para tocarle las narices a Fernando VII, que necesitó a los cien mil hijos de San Luis, menudo semental, para reimplantar el absolutismo y saldar viejas deudas. Academias cerradas, por salir a desfilar para celebrar la llegada del Trienio Liberal, no le bastaba con castigarles sin recreo.

Lo siguiente, otra academia, la de artillería. Cadetes ocupando desde 1929 el colegio
de Málaga
, el de San Agustín y el de los Caballeros Manriques. Chavalines de entre doce y quince años que en 1937 fueron trasladados a Madrid por miedo a los carlistas, porque sabrían mucho de matemáticas y geometría, pero para dar cañonazos contra el enemigo todavía no estaban. Pero el camino ya estaba abierto, la trasformación social y cultural de Alcalá no tenía marcha atrás. La centralización del Estado había dejado a Alcalá de Henares fuera del ámbito de influencia, discriminada frente a Madrid y Guadalajara, nombradas capitales de provincia de sus respectivos territorios en la reforma territorial de 1933 en detrimento de una ciudad complutense que pasó a ser una urbe de segundo orden. El traslado de la Universidad a Madrid en 1936 sería la puntilla definitiva, aunque bien es cierto que la institución cisneriana ya hacía años que languidecía perdiendo cada vez más alumnos y viviendo de la reputación de un pasado que no era suficiente para salvar su futuro.

Numerosos colegios y edificios universitarios quedaron vacíos. Y fueron presa de la desamortización de Mendizábal. Once de ellos se cedieron al Ministerio de Guerra, que los entregó al arma de caballería para instalar en ellos sus cuarteles, caballerizas, academias e incluso un hospital militar. Las calles de Alcalá pasaron de oler a orines de estudiantes borrachos a apestar a boñigas de caballos y mulas. Los catedráticos fueron sustituidos por tenientes, los libros por fusiles y los birretes por quepis. Y sin embargo, aunque pueda parecer contradictorio, gracias a ello podemos disfrutar de la Alcalá que tenemos hoy en día. San Basilio Magno, Dominicos de Santo Tomás, Carmen Descalzo, Trinidad Descalza, Merced Descalza, Carmen Calzado, San Bernardo, Jesuitas, Caracciolos, San Diego y Mínimos de la Victoria. Todos ellos salvados del olvido, el abandono y la más que probable desaparición. Cierto que hubo reformas, algunas muy drásticas, que cambiaron su estructura. Había que adaptarlos a sus nuevas funciones, pero mejor modificados que derruidos. ¡A mí la caballería!, parece que gritaron los alcalaínos, y una ciudad cada vez más vacía volvió a tomar impulso y recobrar vida, aunque fuera a base de taconazos y relinchos.

Hace poco se ha inaugurado, en la plaza de San Lucas, junto al callejón del Horno Quemado, la Sala Museográfica de la BRIPAC. En ella se muestran todo tipo de objetos relacionados con la Brigada Paracaidista. Los últimos en llegar a Alcalá, los últimos en marcharse. Lógico, en el siglo XIX no había aviones desde los que saltar. Toda una institución en la ciudad, barrios enteros y generaciones familiares de “paracas” forman parte de ella, para lo bueno y para lo malo, por esas peleas multitudinarias de la zona en los años 80 y por sacar las carrozas en la cabalgata de Reyes. ¿Quién no ha pensado alguna vez, al verlos pasear con sus bonitos uniformes, en alistarse para poder sentir la adrenalina de saltar desde mil metros de altura? Yo no desde luego, no es buena idea para alguien al que nunca le salen bien las cosas a la primera. La I Bandera Roger de Flor, en honor a un almogávar catalán que luchó en Bizancio como mercenario, saqueador y pirata. La II Bandera Roger de Lauria, un marino italiano que llegó a ser almirante de la flota aragonesa en tiempos de Pedro III el Grande. No le encuentro yo mucha lógica a la elección de nombres.

En el 2022 el Ayuntamiento de Alcalá concedió el premio Ciudad Patrimonio Mundial al Ejército de Tierra. El motivo, “los valores y trabajos que el Ejército de Tierra han desarrollado en la ciudad de Alcalá, y que han permitido conservar muchos de los edificios que fueron universitarios y que tuvieron después, principalmente a partir de 1836, otras ocupaciones militares que facilitaron su peculiar conservación, incidiendo principalmente en tres aspectos: el patrimonio urbanístico, el patrimonio docente y el patrimonio cultural”. Merecido no, merecidísimo. Y aunque, como ya he comentado, no pueda decir que sea muy amigo del ejército, y lo de la inteligencia militar me suene a oxímoron, sería un necio si negara que en nuestro mundo, por desgracia, es necesario, y que al menos el nuestro en muchas ocasiones realiza una gran labor, aquí, cuando hay desastres naturales y emergencias graves, y en el extranjero, en misiones de paz. Forma parte de la Historia y de la vida de Alcalá de Henares, y sería injusto no pensar que es una razón más para amar esta ciudad. Así que aquí tiene la suya. Aunque no seamos amigos

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