Cien razones para amarte LXXXIX
Esta es la Octogésima novena entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
“Siento ardientes deseos de perpetuar por medio del pincel
Francisco de Goya y Lucientes
las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra
gloriosa insurrección contra el tirano de Europa.”
Complutum renace cada primavera en Alcalá de Henares. Los romanos, con sus cascos con cepillo, sus alpargatas de cuero y sus pantorrillas al aire toman el centro de la ciudad al grito de “alea iacta est” y “veni, vidi, vici”, recreando luchas de gladiadores en una plaza de toros portátil trasformada en circo improvisado, desfilando bajo la Puerta de Madrid cual legionarios a la caza de Espartaco y sus esclavos liberados, y vendiendo productos de la época en puestos sospechosamente parecidos a los del mercado cervantino. Turismo manda. Diversión y espectáculo. Hay que darle vidilla a la ciudad, que es el puente de mayo y los de aquí la dejamos un poco vacía.
Pero puestos a poner una pequeña pega igual las fechas piden otra celebración, que el 2 de mayo, aunque parece un hecho bastante ignorado, en Alcalá también es una fecha con Historia. Que si por aquí hubo romanos, también hubo franceses, y no sólo en Madrid y en Móstoles se les quiso parar los pies. Y a los latinos complutenses les da un poco igual que les saquemos a la calle las nonas de mayo, que las calendas de junio, que los idus de marzo. Es época de cazar gabachos, metafóricamente hablando claro. Podemos ser tan chulos como los de León, que para irse a tomar sangría salen a matar judíos. Metafóricamente hablando claro. Algo se nos ocurriría, no se nos da mal eso de convertir en tradición lo nuevo. Cuatro o cinco añitos y fiesta de interés turístico regional.
En la mañana del 2 de mayo de 1808, procedente de Madrid y camino de Zaragoza, llegó a Alcalá de Henares a uña de caballo y con necesidad de refrigerio, paró en el lugar adecuado, un Guardia Real que narró a todo aquel que le quiso escuchar los sucesos que desde la noche anterior estaban teniendo lugar en la Villa y Corte. Voy a dar por hecho que nadie que esté leyendo este relato necesita que le explique a que sucesos me refiero. Y si no, pues Google. Motivados por su patriotismo, su temperamento rebelde y su natural tendencia a buscar jarana, los estudiantes de la Universidad se dirigieron al Ayuntamiento y como ya habían hecho en su época durante la revuelta de las Comunidades o el motín de Aranjuez, obligaron al corregidor a tomar cartas en el asunto, apoyando, más le valía, sus intenciones levantiscas. Y así nació, y he aquí el dato trascendente, el primer bando municipal que llamaba a la sublevación contra el invasor galo. Anterior al de Móstoles, toma ya, y nosotros dándole cancha a pompeyos y agripinas, teniendo tan a huevo al Empecinado. El bando no sólo se redactó, sino que se pregonó por toda la comarca, el internet de la época, pero el gobernador del Consejo de Castilla, Arias Antonio Mon y Velarde, evidente afrancesado, ordenó su anulación e instó al señor alcalde a que colaborara con las tropas francesas y evitara cualquier alboroto. Y así, tan rápido como surgió, se abortó el motín alcalaíno contra los franceses. Y por eso en Móstoles, que tiene más cosas además de las empanadillas, cada 2 de mayo celebran ese día con recreaciones históricas y todo tipo de festejos mientras aquí sacamos a pasear a los romanos. Sin embargo, a pesar del recule del corregidor municipal, parece ser que algunos vecinos formaron una partida armada con intención de dirigirse a Madrid, pero a la altura de Torrejón de Ardoz se lo pensaron mejor y se volvieron para casa, que ya anochecía y empezaba a refrescar. La columna de soldados franceses que avistaron a lo lejos igual también tuvo algo que ver. No confundamos la prudencia con la cobardía, que el tiempo demostraría que nuestros amigables vecinos traspirenaicos no lo iban a tener nada fácil en la cuna de Cervantes.
Desde 1803 estaban acuartelados en Alcalá el Regimiento Real de Zapadores Minadores y la Academia de Ingenieros, las dos únicas unidades militares acantonadas en la ciudad. El primero ocupaba el Colegio de Jesuitas, hoy en día Facultad de Derecho, y la segunda los colegios de Basilios, Mercedarios y Manriques, actualmente dedicados a Aula de Música de la Universidad y a Parador Nacional. Como unidades pertenecientes al ejército español tras la invasión napoleónica sus órdenes eran someterse al nuevo gobierno, pero decidieron que no, que a nosotros no nos dice un gangoso bajito y manco lo que tenemos que hacer, por muy genio militar que sea y muy mala baba que se gaste. Así que, bandera en ristre y a ritmo de tambor, la mañana del 24 de mayo de 1808 se pusieron en marcha hacia Valencia, donde a su llegada fueron recibidos como héroes. Y lo eran, las dos primeras unidades organizadas que se sublevaron contra la ocupación francesa. La llamada Fuga de los Zapadores, que prefirieron “morir de hambre a comer rancho costeado con dinero francés”, entró a formar parte de la Historia de la Guerra de la Independencia y de, aunque nos empeñemos en ignorarlo, la de Alcalá de Henares. El tiempo demostraría que de desagradecidos está el mundo lleno, y Fernando VII, ni en negrita le voy a poner, sin duda el peor de los monarcas que hemos tenido que soportar en este país, y mira que la competencia ha sido dura, decidió disolver la Academia en 1823. ¿El motivo?, salir en 1820 a desfilar por las calles de Alcalá para celebrar la llegada del Trienio Liberal. Así que el rey “deseado”, aprovechando la llegada de los cien mil hijos de San Luis, que por cierto se instalaron en el Colegio de Málaga, no todos, claro está, decidió vengarse “cargándoselos” por liberales, un pecado todo hay que decirlo muy alcalaíno, al menos por aquellos años.
Peor suerte corrió Juan Martín Díez el “Empecinado”, al que directamente mandaron ahorcar en 1925, ni el honor de morir fusilado le concedieron, después de haberle colmado de títulos y honores por sus hazañas durante la Guerra de Independencia. Por liberal, porqué si no. Un Empecinado que tiene su calle y su estatua en Alcalá de Henares, mandada destruir en 1823 por su graciosa y rencorosa majestad, cuyo nombre no quiero volver a escribir, y restablecida en 1879 porque los alcalaínos lo quisieron así y ya no ha habido soberano que nos la quite. Guerrillero a fuerza de perder batallas cara a cara, que para eso hay que reconocer que la infantería francesa estaba a otro nivel. Esa guerra la ganaron los bandoleros y, como dice mi amigo Valentín, las prostitutas andaluzas. Y el Empecinado lo tenía clarinete, a lo Curro Jiménez, venciendo a los gabachos en el puente de Zulema, a pesar de que eran el doble, un 22 de mayo de 1813, vamos a ponerle fecha por si a alguien se le ocurre conmemorarlo. Nuestro Empecinado, a pesar de no ser de aquí, hasta un garito de copas tuvo en la zona y un cóctel llamado “guerrillero” en su honor. Empecinado que no cabezota, que el apodo le venía del arroyo de su pueblo, Castrillo de Duero, que estaba lleno cieno verde o pecina, y de ahí el gentilicio con el que cargaron él y todos sus vecinos. Ni Espartero pudo salvarlo de la soga, por muy grandes que fueran los cojones de su caballo.
Queda probado, nos sobran los motivos y no nos faltan razones. El próximo puente de mayo en lugar de romanos llenemos Alcalá de zapadores. Démosle literatura a ese bando que no llegó a ninguna parte quien sabe si precisamente porque fue el primero. Igual el gobernador Mon y Velarde no vio el de Móstoles porque estaba ocupado contestando al complutense. O quizá los mostoleños fueron más listos, mejor no preguntar y al lío, que sería muy triste que sólo se les conociera por un sketch de Martes y Trece sobre Encarna Sánchez. Reivindiquemos a los estudiantes levantiscos, a los ingenieros fugitivos y a los guerrilleros con patillas, que hubo un 2 de mayo en que estuvimos a punto de ir al rescate de nuestros vecinos madrileños, pero coño, es que se hizo tarde y por entonces no veas como se ponían las parientas si se les quedaba fría la cena. Daban más miedo que los franceses. Aun así, por un pelo, faltó el canto de un real, motivo suficiente para formar parte de las razones para amar a Alcalá.
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