Cien razones para amarte LXI
Esta es la Sexagésimo primera entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.
Recordemos: un libro, un bolígrafo, un niño y
Malala Yousafzai
un maestro pueden cambiar el mundo”.
A pesar de que hice todo lo posible por evitarlo, no pude librarme de aprender bastantes cosas en el colegio. De los libros y de los maestros en las horas de clase, y de la vida y los compañeros en las de recreo cronometrado y pellas improvisadas sin chivatazo parental vía SMS. Ventajas de los tiempos analógicos, en los que falsificar firmas de padres era una habilidad muy cotizada. Gran parte de mi infancia trascurrió en las aulas, los pasillos y el patio del colegio público Leonardo Torres Quevedo de Coslada, incluyendo algunas visitas al despacho del director que nunca terminaron con cargos lo suficientemente graves como para acabar en expulsión, gracias a mis habilidades para simular arrepentimiento y a mi capacidad innata para imitar la mirada triste de un gatito suplicando caricias en la barriga. Sin embargo, pocos son los recuerdos que tengo de aquella época. No sabría decir el nombre de ninguno de mis profesores, cuyos rostros apenas aparecen como un distorsionado esbozo en mi memoria, y apenas el de alguno de mis amigos escolares, relaciones ya perdidas en los arrabales del tiempo y la distancia. Aunque he de reconocer que cuarto de EGB fueron seguramente los 3 años más felices de mi vida.
Porque entonces estudiábamos EGB, educación general básica, y estábamos hasta los 13 o 14 años en el colegio, dependiendo del mes en que hubieras nacido. A no ser que repitieras algún curso, que entonces la cosa se podía alargar. Hubo más de uno que pasó directamente de la escuela a hacer la mili, a votar en las elecciones municipales en la misma aula donde su pupitre mostraba la firma amenazante de su navaja o a formar directamente una familia, casi siempre, el póntelo pónselo era todavía futurible, no deseada. Y es que todos salíamos de allí con una buena sombra de pelo bajo la nariz, cuando no hasta con barba, y la mayoría de las chicas en el último curso mostraban ya unas curvas y unos pechos más cercanos al cuerpo profuso de una mujer que a la figura candorosa y homogénea de una niña. Al instituto y al mundo ibas ya vivido.
En el colegio de mi hija, algunos más que otros, todos los padres estábamos asustados ante la perspectiva de que nuestros polluelos abandonaran a tan tierna edad las cálidas y seguras paredes de la primaria para adentrarse en las tenebrosas fauces de un centro de enseñanza secundaria. Nos parecía que el ministerio había urdido un maléfico plan cuyo propósito se escapaba a nuestro entendimiento para obligarles a madurar antes de tiempo, a dejar de ser niños a golpe de exposición viral con adolescentes cargados de hormonas que sólo piensan en el sexo, el alcohol y las drogas. Demasiado pronto, demasiado rápido. Como si nosotros, a los que se nos llenaba la boca con eso de que yo nunca seré con mis hijos como fueron mis padres conmigo, no hubiésemos tenido compañeros que ya en séptimo fumaran y bebieran litronas en los parques, o como si no conociéramos a alguna chica que en octavo se quedara embarazada. Aunque una cosa sí que es cierta, a pesar de la felicidad de verlos crecer e ir pasando etapas, cuando terminan sus años de colegio ya no es lo mismo. Inevitablemente, les perdemos un poco.
El colegio de mi hija. El Cervantes. Más de 50 años de vida, más de cinco décadas de listas de Reyes Godos, divisiones con llevadas, análisis de oraciones y mapas mundi pintarrajeados. De manualidades para el día de la madre y de belenes por Navidad, disfraces en carnavales y no se vale tirar a trallón jugando al fútbol en el recreo. De insuficientes y bienes y de necesita mejorar o progresa adecuadamente. De tizas, pizarras y pupitres, y de filas en el patio esperando a que suene el timbre. Del bedel abriendo las puertas y de las maestras y maestros esperando a los más peques, con sus babis rojos o azules, para llevarlos a clase cogidos de la mano. De niños corriendo y gritando en el patio y de madres, padres y abuelos esperando a la salida entre charlas distendidas y algún que otro cotilleo vecinal. Más de 50 años.
Un colegio de barrio, en el que todo el mundo sabe quién es todo el mundo, a qué se dedica, qué coche tiene, dónde compra el pan y si pasa demasiado tiempo en la taberna, como en los pueblos pequeños. Un colegio que empezó su andadura cuando todavía había que rezar al entrar en clase y cuando los niños y las niñas estudiaban separados. Ellas por la mañana, ellos por la tarde, compartiendo aula en lo espacial, aunque no en lo temporal, dejándose mensajes con bolígrafo en el pupitre con la esperanza de llegar a conocerse algún día. Un colegio que vio morir una dictadura y nacer una democracia, que creció con el baby boom de los 70 y se pluralizó con la llegada de los inmigrantes. Que cambió las tizas y los encerados por las pizarras digitales y las salas de ordenadores, los muros de frío ladrillo marrón por el colorido de grandes obras de arte, y el triste sonido de la sirena que anuncia las entradas y salidas por la alegría y la jovialidad que siempre despierta la música en el corazón de un niño. Un colegio al que nunca me arrepentí de llevar a mi hija, por mucho que me tentaran con bilingüismos y concertados, y al que espero poder llevar algún día a mis nietos.
Durante mucho tiempo fui la “primera dama” del AMPA. Casi todos los miércoles por la tarde, cuando mis obligaciones laborales me lo permitían, mientras mi mujer y los demás miembros de la junta directiva dedicaban su tiempo a hacer del colegio un lugar aún mejor para nuestros hijos, yo y algún otro consorte sin aspiraciones políticas nos ocupábamos de cuidar a toda la descendencia “ampista” en el colindante, si la climatología se mostraba benigna, parque Salvador de Madariaga. No era fácil contener a más de media docena de críos cargados de energía y con la, estoy seguro de que premeditada y en ocasiones mal intencionada, hábil capacidad de liártela en cuanto te despistabas un momento. Nunca he admirado tanto a los profesores de infantil y primaria. Los del Cervantes eran fantásticos, los mejores, tenían que serlo. Después de todo les confiábamos durante cinco horas al día el tesoro más valioso que tenemos, nuestros hijos.
Son muchos los momentos inolvidables que he vivido en el Cervantes. Lo siento más como mi colegio que en el que estudié cuando era pequeño. Fiestas, cuentos, excursiones, disfraces, regalos, esfuerzo, lucha, solidaridad y amistad. Sobre todo amistad, de la que todavía perdura, porque ha nacido gracias al vínculo de lo que más amamos, de eso en lo que todos estamos de acuerdo, que haríamos cualquier cosa por ver a nuestros hijos felices. Han pasado casi seis años desde que un caluroso día de junio tuve el honor de expresar de parte de los padres, en la ceremonia de graduación, lo que para nosotros significaba que hubiesen estudiado allí. Estudiado, formado, educado. No es suficiente, fue mucho más. Crecieron, en todos los sentidos, y nosotros con ellos. Y ahora, con el paso del tiempo y el desapasionamiento que permite ver las cosas desde la distancia, sé con certeza que mis mejores años de colegio no fueron los míos. Mis mejores años de colegio fueron los de mi hija. En Alcalá, en nuestro barrio, en el Cervantes.
Mamá, mamá, en el colegio me llaman peludo!
Héctor del Mar
Pepe, ha hablado el perro.
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