Aquellas juergas universitarias

Cien razones para amarte X

Parece mentira pero ya estamos en la  décima entrega de la serie de artículos CIEN RAZONES PARA AMARTE sobre Alcalá de Henares con que nos deleita nuestro colaborador Antonio Lera sobre las cien razones que le han llevado a amar esta ciudad.

Una vez que sabes que has aprobado la selectividad y que vas a convertirte en universitario en tu cabeza empiezan a revolotear un millón de ideas sobre lo que te vas a encontrar. No puedes dejar de elucubrar sobre todos los estímulos intelectuales y culturales que vas a recibir, de imaginar tertulias y debates cargados de lenguaje instructivo e ingenioso, de fantasear con grandes charlas con las mentes más preclaras del mundo académico colmando tu cerebro de conceptos sustanciales y reflexiones trascendentales. Seguro que todos los que habéis pasado por esto fantaseabais más o menos con lo mismo. Ya, segurísimo. ¡No te lo crees ni borracho! ¡En lo único que piensas es en cuando será la primera fiesta!

Pero no os sintáis mal, en realidad no es culpa vuestra. La culpa es de ese invento diabólico contaminador de mentes y espíritus llamado cine. Y más concretamente de todas esas películas, mayoritariamente americanas, en las que jóvenes lujuriosos de ambos sexos montan juergas incontrolables y orgiásticas en unos campus universitarios cuyo único fin de existir parece ser la fiesta y el desmadre a base de alcohol, sexo y rock, tres de las cosas, podéis creerme, que más odio en este mundo. Pero la mente de un joven inocente es fácilmente corrompible, y es difícil no caer envenenado por la propaganda hollywoodense y acabar creyendo que vas a pasar, en el mejor de los casos, cinco años bailando sin control al ritmo de ACDC vestido sólo con una toga, bebiendo cerveza boca abajo directamente de un barril, o metiendo un caballo en el despacho del decano con unos tipos a los que te diriges con nombres tan estúpidos como “Pluto” o “Nutria” porque en realidad no sabes como se llaman.

fiesta universitaria

Por suerte en este caso la ficción no se acercó mucho a la realidad. He de confesar que en los cinco años de carrera que pasé en la Universidad de Alcalá jamás acudí a una fiesta toga, ni hice ningún acto de vandalismo contra la propiedad universitaria o el personal docente, ni bailé medio desnudo por las calles de la ciudad incitado por un nivel de alcohol en sangre mayor del recomendado. No, nunca. Pero casi. Y digo casi porque tal vez, quizá, aunque no puedo asegurarlo con certeza, sí que me corrí alguna juerga inusitadamente salvaje con mis compañeros de carrera. Pero curiosamente, casi siempre, amparados por el anonimato del viajero de paso, en lugares que no eran Alcalá de Henares. Y tal vez fue así porque la respetábamos demasiado y sentíamos que si alguna vez llegábamos a formar parte de los susurros que alimentan su memoria, no queríamos que fuera por haber batido un record  bebiendo chupitos o por haber orinado en alguna esquina de sus calles.

 

No puedo dejar de recordar un poco avergonzado y, he de reconocerlo, a la vez orgulloso, algunos de los desmadres que cometí con esa cuadrilla de supuestos formales estudiantes alcalaínos. En Atenas y Mikonos en nuestro viaje de tercero de carrera. O en Cuenca y Salamanca por poner algún ejemplo de escapadas de fin de semana. Mejor no entrar en detalles. Tampoco es cuestión de echar a perder mi bien
ganada reputación de persona seria y formal por alguna desafortunada locura del pasado. Que uno ahora es padre de familia y no hay que dar ocasión a los hijos de utilizar los propios pecados como arma de la defensa en un posible juicio por sus futuros, e inevitables, así ha de ser, deslices.

En conclusión, que después de tanto imaginar que mi vida universitaria iba a ser algo así como un “desmadre a la alcalaína”, pues resulta que en todos mis años de estudios sólo estuve en dos fiestas de la Universidad. Un poco penoso, ¿verdad? Cierto que yo compaginaba la carrera ayudando a mi padre en un negocio familiar en el que principalmente se necesitaba mi presencia los viernes por la tarde, día elegido casi siempre para sus eventos festivos por todas las facultades. Pero ello no debería haber sido excusa para alguien que poseía la capacidad de recuperación que otorgan la juventud, la buena alimentación y la salud.

La primera de esas fiestas que contó con mi prestigiosa presencia fue la que organizamos en mi propia Facultad para sacar dinero para el viaje de tercero de carrera, conocido coloquialmente como viaje del ecuador. Como muchas de las fiestas que organizaban las facultades cuyos edificios no se encontraban en el campus sino en el centro de la ciudad, se celebró en la cafetería de la ciudad deportiva del Val. La ventaja es que la cafetería ponía camareros, bebida y comida que servían a cambio de tickets que nosotros vendíamos quedándonos con un porcentaje, con lo cual los organizadores teníamos libertad para disfrutar también de la fiesta. Las desventajas, que al ser un espacio municipal tampoco podías desmelenarte mucho, sobre todo estando presentes los responsables del local, y que por los mismos motivos la hora de cierre no se extendía nunca más allá de la una de la madrugada. En aquella ocasión tuvimos hasta música en directo, lo cual fue un magnífico aliciente para la fiesta, pero una enorme putada para mí, ya que como el grupo no disponía de equipo de sonido le alquilamos el que todavía teníamos los componentes de una recientemente extinta banda de pop-rock de la que formé parte. Así que mientras todos disfrutaban yo me pasé la tarde-noche montando, controlando y recogiendo toda la parafernalia musical. Una y no más.


hangaresCon la lección bien aprendida, a base de experiencia que no de estudio, acudí a mi segunda y última fiesta universitaria. Fecha, mes de octubre del año 92. Lugar, los hangares del campus de la Universidad de Alcalá. Hora, desde aproximadamente las 10 de la noche hasta una hora indeterminada cercana al amanecer. La Facultad de Medicina organizaba el que sin duda era el más famoso y esperado evento del año: la fiesta de su patrón San Lucas. Esta sí que sí. La gocé como Dios manda, sin pensar en hay un mañana. No paré un solo instante de bailar, cantar, reír, conocer gente y compartir litros de cerveza, en un lugar que era mítico por ser el epicentro de las más legendarias e inolvidables juergas de estudiantes. Sin duda una noche para el recuerdo.

Y ya no hubo más. En realidad más que suficiente. Porque aunque sé que los desmadres, jolgorios y excesos de los estudiantes son una parte más de todo aquello que conforma la esencia de Alcalá, como ciudad universitaria que es, no creo que esto sea lo que la hace diferente a otras ciudades con Universidad que incluso pueden presumir de ser más famosas en este aspecto.

De todas formas, cuando paso en coche por la A-2 y veo a lo lejos los restos cada día más desolados, ruinosos y abandonados de los hangares del campus sonrío para mis adentros recordando aquella noche que ninguno de los que la vivimos quería que acabara, pero sobre todo esa otra tarde en la que tres niñas compañeras de colegio, mi hija y las de unos más que buenos amigos, ataviadas con sus níveos vestidos de comunión, posaron entre risas y juegos bajo unas ruinas sitiadas por la hierba y las margaritas para una sesión de fotos convertida en prueba irrefutable del paso del tiempo.

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